De acuerdo, estimada Carolina, y aquí tiene algo que brota espontáneo de mi mente y de mi corazón de cristiano. Hablando propiamente, la muerte es un hecho exclusivamente humano. Las plantas, los animales, fenecen, cesan en su existencia, pero no tienen conciencia de su fenecer, no conocen su “muerte”. No constituye un problema para los otros seres, mientras que para el ser humano es el problema por excelencia, es misterio.
El hombre no mira la muerte como un acontecimiento normal, como uno entre los muchos otros que acompañan nuestra existencia. Es por eso, que la muerte se ha constituido en la historia de la humanidad como el hecho que más ha dado origen a preguntas, a reflexiones y a intentos de solución. Mitos, múltiples manifestaciones religiosas, en la práctica son un intento de iluminar el misterio de la muerte y expresión del radical rechazo que el ser humano tiene hacia ella. La misma persona que huye hacia el suicidio, propiamente no es que quiera morir, sino, que quiere “escaparse” de un modo de vida que no considera… mínimamente digno para sí. El suicidio es expresión de la máxima rebeldía en contra de un modo de vida, pero no de la vida en cuanto tal.
En todas las religiones, desde las menos estructuradas, como el animismo, con sus múltiples ritos, prácticas mágicas, se quiere resistir a la muerte entendida como completa aniquilación y desaparición de la propia existencia. La misma teoría de la reencarnación o transmigración de las almas -como aparece en el hinduismo- es un intento para expresar la resistencia humana a la desaparición. Nos encontramos con una extraordinaria variedad de modos, creencias y ritos con que el hombre manifiesta su terror instintivo a la muerte.
En nuestra religión, el cristianismo, gracias a la Revelación, acontece un verdadero “salto” en el orden de concebir la muerte: se le considera en función de la Vida. Es decir, la muerte no es considerada el final de nuestra vida, sino el comienzo de una existencia más allá del tiempo, a saber, como el inicio de una existencia eterna. La muerte es la conclusión de nuestra prueba terrenal, pero no el término de la vida. El cristiano, con Cristo, vence la muerte. “La muerte ha sido vencida definitivamente”, leemos en la primera carta de San Pablo a los Corintios (1Cor 15, 54).
Al respecto, es sorprendente constatar cómo el fundamental mensaje de Cristo, particularmente según el Evangelio de Juan, es ante todo un mensaje de Vida. Cristo se auto presenta como Pan de Vida (Jn 6, 32.44), como Camino, Verdad y Vida (Jn 14, 6), Resurrección y Vida (Jn 11, 25), Buen Pastor que da la Vida (Jn 10, 11) y la da en abundancia (Jn 10, 10)… Su mismo corazón es una fuente de agua viva que nos lleva hasta la vida eterna (cfr Jn 7, 37-39).
Jesucristo es la máxima revelación de Dios Padre, y nos ha manifestado que como Padre Él nos ha comunicado la vida, pero no cualquier tipo de vida, como apreciamos en las plantas y en los animales, sino, que nos ha comunicado su propia vida, la eterna.
Es por eso, que San Alberto Hurtado, justamente y con el entusiasmo propio de un santo, repetía: “¿¡Nuestra vida!?Un salto a la eternidad”.
Estimada Carolina, estas breves consideraciones nos hacen recordar lo que nuestros Pastores proclamaron en su gran asamblea de Aparecida (2007): “Nuestra alegría, pues, se basa en el amor del Padre, en la participación en el misterio pascual de Jesucristo, quien, por el Espíritu Santo, nos hace pasar de la muerte a la vida, de la tristeza al gozo, del absurdo al hondo sentido de la existencia, del desaliento a la esperanza que no defrauda” (17).
