Mensaje de los Obispos de la Conferencia Episcopal a la Iglesia y al pueblo de Costa Rica con ocasión de Pentecostés
“La esperanza no nos defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado.” (Rom 5,5)
Que la paz y la alegría, por la fuerza del Espíritu Santo, llenen sus corazones y hogares.
Los Obispos de la Conferencia Episcopal de Costa Rica nos dirigimos al Pueblo de Dios que peregrina en Costa Rica, y a todas las personas de buena voluntad, con ocasión de la Solemnidad de Pentecostés. Manifestamos nuestra cercanía espiritual y compartimos la riqueza de nuestra fe acerca de la acción de Dios, por su Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo al mundo para hacer actual la salvación que proviene del misterio pascual de Cristo.
En efecto, se trata del Espíritu Santo prometido por Jesús (cf. Lc 24,49; Hch 1,4-5.8) cuyo don se nos dio el día de Pentecostés (Hch 2,14-21). Este Espíritu se recibe por la profesión de la fe en el Cristo (Ga 3,14.22; Ef 1,13), mediante el sacramento del bautismo (Hch 2,38; Jn 3,5-6). Es fuente de la Vida Nueva, nos devuelve la dignidad de hijos de Dios (Ga 4,5-7; Rm 8,15-16) y nos abre a la comunión con la Iglesia (1 Co 12,13).
Es el Espíritu de Jesucristo, quien puede donarlo porque lo posee sin medida (cf. Jn 3,34). El Espíritu Santo es infundido como soplo divino que remite al relato de la creación (cf. Gn 2,7), signa, por tanto, el inicio de una nueva creación o de un nacer de nuevo. Culmina la obra de salvación, a través del bautismo en el Espíritu Santo (cf. Hch 1,4), e inaugura la Nueva Alianza, cumplida en la persona de Jesús (2 Co 3,6; Hb 8,6-13), la Vida Nueva, la vida eterna en bienaventuranza, que viene de su Resurrección.
El Espíritu Santo realmente habita en el cristiano (cf. Rm 8,9b; 1 Co 3,16), porque es el amor de Dios infundido en nuestros corazones (cf. Rm 5,5) que nos santifica con su gracia. El Espíritu de Cristo capacita a los fieles para conocer la enseñanza de Jesús a través de su acción iluminadora (1 Co 12,3; Rm 8,1-13). Actúa también en toda persona de buena voluntad que se abre a Él y en todas las culturas, manifestando la ternura de Dios.
El Espíritu Santo es el gran vínculo de comunión que une a los creyentes en la fe. A través de su acción en nuestras vidas, nos guía, en el amor fraterno, hacia la unidad y la armonía (Ef 4:3). El Espíritu Santo nos une en un solo cuerpo, que es la Iglesia, a pesar de nuestras diferencias y diversidad de dones (1Co 12:13), que nos impulsa a compartir para el crecimiento de la misma Iglesia. Su presencia en nuestras vidas nos impulsa a buscar la unidad en medio de la diversidad, a perdonar, a amar y a servir, todo en aras de construir una comunidad de fe sólida y unida en el Señor.
¡Dios nos ha dado su Espíritu! Es la razón de nuestra esperanza, porque es el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones. En medio de los desafíos y las dificultades que enfrentamos como país, recordemos que el Espíritu Santo es nuestro guía y consolador, que nos anima a construir puentes de diálogo, a promover la solidaridad y a trabajar juntos por el bien común.
Estemos activos en favorecer la comunión que obra en nosotros el Espíritu, primeramente, en nuestras familias. Invitamos a promover y favorecer la dinámica familiar, en donde se reciba con generosidad la vida y se inicie a los hijos en una armónica vivencia social, donde se cuide a nuestros adultos mayores. Promovamos también los grupos, las instituciones, las dinámicas que favorezcan la unidad y cohesión social, la construcción de consensos y unión de voluntades, la escucha recíproca y el diálogo institucional, para llegar a decisiones compartidas. Valoremos, en este sentido, nuestra constitución democrática y el estado de derecho en nuestro país, como el mejor ambiente para unirnos como ciudadanos buscando el bienestar de todos.
El Espíritu suscita carismas, cualidades personales para la construcción de nuestra sociedad. Abundamos en diversas expresiones y cualidades que, lejos de alejarnos, suponen una riqueza al unirnos en torno a una visión solidaria. Articulemos los distintos aportes de todas las instancias sociales. Las diferencias se expresan y se pulen hasta alcanzar una armonía que no necesita cancelar las particularidades ni las diferencias. Justo en eso se alcanzará su belleza.
Nosotros, la Iglesia Católica, estamos llamados a acompañar el caminar de toda la familia humana. El mundo necesita la perspectiva sinodal, para superar confrontaciones, desacuerdos paralizantes y madurar procesos de diálogo que ayuden a tender puentes y caminar juntos. Es el servicio que estamos llamados a dar en favor de la fraternidad universal y a la amistad social: gestar un ethos social fraterno, solidario e inclusivo, ayudar a cultivar la justicia, la paz y el cuidado de la casa común.
POR UNA EDUCACIÓN COSTARRICENSE QUE ABRA CAMINOS DE ESPERANZA
El tema de la educación ha sido prioridad histórica en la misión de la Iglesia Católica; basta con un breve recorrido en la historia para darse cuenta que el proceso educativo fue asumido con seriedad por la Iglesia en todas partes del mundo, desde el establecimiento de escuelas, hasta la fundación de prestigiosas universidades que aún hoy siguen siendo un referente en la formación del mayor rigor académico de las personas estudiantes. Costa Rica no es la excepción, un sacerdote fue el primer maestro y el fundador de la primera escuela en Cartago; asimismo, la primera universidad costarricense, la Universidad de Santo Tomás, surge de la mano de la Iglesia. Tampoco escapa a esto la educación técnica que se originó también bajo la tutela de la Iglesia en los ya lejanos años 50 del siglo pasado.
No podemos renunciar, por tanto, a cuidar lo que se ama y aquello en lo que se cree. La Iglesia mantiene viva la esperanza en los procesos educativos en los que la persona es colocada en el centro del proceso[1], y no puede dejar de interesarse y proponer alternativas ante la crisis que la afecta, porque, como señalaba el Papa Benedicto XVI, «todos nos preocupamos por el bien de las personas que amamos, en particular por nuestros niños, adolescentes y jóvenes»[2]. Por eso mismo decía: «Educar es formar a las nuevas generaciones, para que sepan entrar en relación con el mundo». Por eso llamó y convocó a responder a lo que consideró «emergencia educativa». Lamentablemente, creemos que esto es lo que experimentamos en nuestro sistema educativo nacional.
Más recientemente, el Papa Francisco ha propuesto un Pacto Educativo Global como alternativa para superar la crisis que afecta a la educación en todo el mundo; lo lanza como una invitación para iniciar «un camino educativo que haga madurar una nueva solidaridad universal y una sociedad más acogedora»[3]. Propone este Pacto para «reavivar el compromiso por y con las jóvenes generaciones, renovando la pasión por una educación más abierta e incluyente, capaz de la escucha paciente, del diálogo constructivo y de la mutua comprensión»[4]. Estas son las grandes opciones que propone el Papa Francisco para un Pacto Educativo Global universal:
En línea con todo lo expuesto hasta ahora, queremos proponer, algunos aspectos para la consideración y la búsqueda de soluciones consensuadas:
Es imprescindible que el ente constitucional encargado de la educación costarricense, el Consejo Superior de Educación (CSE), sea el que garantice los procesos de continuidad en el sistema educativo y, tal como corresponde, el MEP sea efectivamente el ejecutor de las disposiciones macro educativas que el CSE propone, como en el marco de la legalidad le corresponde.
El respaldo a la educación universitaria es imprescindible y se hace necesario el apoyo económico desde el marco de legalidad que ampara a las universidades, lo cual también exige los controles adecuados para evaluar el correcto uso de los presupuestos, con el fin de promover el mayor acceso de forma democrática del estudiantado a los estudios superiores, lo que ha distinguido históricamente a nuestro país.
«El que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios»
Lucas 1, 35b
Inicia un tiempo de esperanza y de alegría. Adviento viene del latín y significa «venida»; es la venida de nuestro Señor Jesucristo que nos trae la salvación.
Como pastores de la Iglesia enviamos nuestro mensaje de cercanía al Pueblo de Dios porque iniciamos un nuevo Año Litúrgico y lo hacemos con gozo: es un tiempo que nos permite reconocer que nuestro Salvador ha irrumpido en la humanidad.
El Adviento, en la liturgia de la Iglesia, tiene una doble dimensión, pues en su primera parte es tiempo en que renovamos nuestra fe en la espera de la segunda venida de Cristo al final de la historia y es también tiempo de preparación para la solemnidad de Navidad, haciendo presente la primera venida del Hijo de Dios a la humanidad.
«El que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lucas 1, 35b). Este anuncio del Arcángel Gabriel a la Virgen María nos colma y nos llena de esperanza; el nacimiento que se anuncia es el de nuestro Salvador. Él viene a redimirnos, a darnos vida y vida en abundancia (cfr. Juan 10,10b).
Es importante y necesario, entonces, que reflexionemos sobre el don de la vida que hemos recibido gratuita y maravillosamente por parte de Dios. Mientras algunos en la sociedad desprecian este don y derecho sagrado, nosotros vivimos un tiempo de gracia que nos permite apreciar el más importante regalo que se nos ha dado: la vida.
¡Ven, Señor Jesús!, se vuelve un clamor en medio de las oscuridades que se presentan en nuestra sociedad, para que pueda iluminar y guiar los corazones de las personas.
¡Ven, Señor Jesús!, se vuelve el grito que los creyentes y las personas de buena voluntad debemos llevar a nuestro país, para poner un freno a corrientes e ideologías que quieren privarnos del don de la vida.
Conscientes del dolor, del pecado, de las tensiones, de las limitaciones y dificultades de esta vida, de la inseguridad y hasta de la muerte, Adviento es una invitación a aguardar a Jesús, que siempre tiene un mensaje trascendental para nosotros: que el Reino de Dios es posible para todos.
Mensaje de la Conferencia Episcopal a la Iglesia y al pueblo de Costa Rica al finalizar la CXXIV Asamblea Ordinaria.
“La familia es la célula original de la vida social”
(Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2207)