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Martes, 14 Mayo 2024
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Los concilios ecuménicos nos abren un nuevo horizonte, no solo desde la teología, el derecho canónico y la historia eclesiástica, sino también desde la comunicación. Es hora de abordarlos desde la comunicación institucional entendiendo esta como el conjunto de reglas, principios, procedimientos y aplicaciones de la comunicación de intención persuasiva que, con recursos psicológicos e informativos, llevan a cabo las instituciones para influir en los destinatarios con el fin de conseguir en éstos una adhesión permanente para ejercer y distribuir poder, y realizar el bien público.[1]

Definir y conocer la identidad de la institución es el propósito de la comunicación institucional y, en el caso de la Iglesia, se resume en esta expresión atribuida a San Agustín: “unidad en lo esencial, libertad en lo accidental y en todo caridad”. Reflexionando sobre las muchas realidades de la Iglesia, podemos afirmar que la diversidad también puede ser un camino hacia la unidad.

A propósito, un líder evangélico me aseguró que, al estudiar las controversias entre las diversas perspectivas teológicas al interno de la Iglesia Católica, él había aprendido a respetar, aún más, el esfuerzo que la Iglesia ha realizado por mantener firme un “cuerpo doctrinal” que garantice la unidad de la fe. De hecho, existen elementos comunes constitutivos de la vida cristiana que tienen sus raíces en la Escritura, en la doctrina, en el culto y en la praxis común de los creyentes.

Para fijar los modelos de comunicación en la Iglesia es preciso conocer los diversos contextos históricos, sociales y culturales, la relación entre estructura y organización, el consenso y la aceptación de determinados principios en el seno de las comunidades, como también los errores y conflictos que generan discordia y desconfianza.

Jerusalén, y el ambiente judío en general, no ofrece seguridad para las pequeñas comunidades cristianas, al mismo tiempo, sabiendo que su naturaleza y vocación es ser misionera- que existe para comunicar- la Iglesia se abrirá caminos reconociendo, en todos los seres humanos y en todos los pueblos, a los destinatarios de un mensaje que conduce a la fe en Cristo.

Hay características particulares con relación a las comunidades, empezando por una experiencia de fe que no se proyecta en unidad, porque la Iglesia es un organismo rico y vital que por la acción del Espíritu Santo busca la comunión asumiendo las diferencias. Él Señor resucitado sigue presente y se comunica mediante los sacramentos, la Palabra, los carismas, los ministerios ejercidos y, por supuesto, por el testimonio de vida, aunque, como recuerda De Lubac: “donde quiera que se reúnan los hombres, es un hecho fatal que, al tiempo que se prestan mutua ayuda, también se molestan los unos a los otros”.[1]

La comunicación ha desempeñado un papel vital para promover la vida eclesial y para mantener una conexión significativa entre sus miembros. Su análisis y comprensión son fundamentales para discernir la dinámica de la Iglesia en el mundo. “La comunicación debe ser una gran ayuda para la Iglesia, para vivir concretamente en la realidad, favoreciendo la escucha e interceptando los grandes interrogantes de los hombres y mujeres de hoy”.[1]

Quienes han seguido este humilde aporte constatarán que hemos establecido algunos aspectos que nos permiten vislumbrar las motivaciones, los contextos y el manejo de la comunicación en la Iglesia naciente.

Primeramente, trazamos una ruta a partir de los Evangelios, el libro de los Hechos de los Apóstoles y de algunas cartas neo testamentarias que, junto a otros autores claves en los primeros siglos de la Iglesia, nos permiten entender tanto la comunicación en las primeras generaciones cristianas, como los procesos de instauración de las Iglesias y algunos atisbos sobre la vivencia de su fe y el orden “institucional” en las mismas.

Un acercamiento comunicacional, de orden técnico, enfrenta la particularidad de que, en ese camino recorrido reconocemos a Dios actuando en la historia: “Nuestra salvación, la que Dios quiso para nosotros, no es una salvación ascética, de laboratorio sino histórica y Dios, hizo un camino en la historia con su pueblo”[2]. La Iglesia es “pueblo de Dios” y no una simple sociedad de personas que coinciden en un proyecto común.

Al considerar a Dios como la variante fundamental de nuestro proceso, no olvidamos que la Iglesia “es católica incluso en el sentido de que nada de lo que es humano le puede ser extraño”[3], antes bien ella lo constata, y a veces con dolor, en carne propia.

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