Los concilios ecuménicos, desde la perspectiva de la comunicación, permiten conocer los esfuerzos asumidos por la Iglesia por fijar instrumentos de comunión que encarnen el ideal del apóstol: “Mantengan entre ustedes lazos de paz y permanezcan unidos en el mismo espíritu. Un solo cuerpo y un mismo espíritu, pues ustedes han sido llamados a una misma vocación y una misma esperanza. Un sólo Señor, una sola fe, un sólo bautismo, un sólo Dios y Padre de todos, que está por encima de todos” (Efesios 4, 3-6).
Cuando la Iglesia estableció este tipo de debates, expresando reservas o recordando principios, busca iluminar las conciencias, en aras de una vida auténtica y coherente con la enseñanza de Cristo. Aunque se constata la configuración histórica de concilios regionales y nacionales, nos centraremos en aquellos denominados ecuménicos o universales, en este caso desde el concilio de Nicea (325 d. C) hasta el de Constantinopla II (553 d. C) inclusive.
Es difícil enunciar algunos aspectos relacionados a la comunicación y los concilios dado que, en el fondo, estos eventos se centraban en cuestiones teológicas y disciplinarias, por supuesto, con su trasfondo histórico. Aun así, no se puede dejar de lado el poder de convocatoria, los esfuerzos de diálogo y la conciencia de que el conflicto y la divergencia ocurren de manera natural en todas las organizaciones. En los concilios descubrimos comunidades eclesiales que quieren dialogar a partir del reconocimiento y valoración de otras comunidades en las que, también, el Espíritu Santo actúa a pesar de experimentar motivaciones y antecedentes diferentes. La comunicación alienta y fortalece las relaciones en la Iglesia.
La existencia de la multiculturalidad en la Iglesia obligaba, junto con los valores de fe compartidos, a poner en práctica la comprensión y aceptación de otros pueblos, culturas, tradiciones, ideas, inclusive lenguas, para seguir avanzando en la unidad, para reeducarse y alcanzar la armonía. “Los concilios ecuménicos no sólo promulgaron definiciones dogmáticas, sino que fueron la ocasión para que se encontraran obispos de todo el imperio. Cada una de las iglesias locales tenía ya sus tradiciones. Los concilios de los siglos IV y V intentaron, sin conseguirlo siempre, armonizar las reglas de funcionamiento de las comunidades, en particular el establecimiento de los obispos y la definición de los vínculos entre las iglesias.”[2]
Un detalle clave en cuanto a Iglesia-Institución es el empeño por establecer cuestiones de índole disciplinar no sólo en el orden celebrativo, sino también sobre diversos aspectos de la vida intraeclesial. Si la institución, de frente a determinados dilemas, sufre la pérdida constante de credibilidad, no es de extrañar que empiecen a surgir iniciativas encaminadas a definir un marco común de actuación con la aparición de normativas.
Hay otros detalles como la exclusión de la comunión de la Iglesia y el destierro, particularmente a los herejes consumados que nos hacen pensar en el esfuerzo de los conciliares por identificar cada uno de los riesgos presentes o aquellos que eventualmente afectaran a toda la Iglesia para avanzar en determinados “mensajes” que pongan en guardia a eventuales detractores. La Iglesia no puede convertirse en un campo de fuerzas contradictorias pues la Iglesia es sacramento de comunión.
Tema aparte merece las relaciones Iglesia-Imperio en una primera etapa y los enormes peligros que conllevan. Algunos representantes de la Iglesia lo advertían a tiempo: “Éstos saben muy bien que la autoridad política está constantemente expuesta a la tentación de abuso del poder frente a la Iglesia. Hay también quienes tienen la clara sensación de que los privilegios otorgados por el Estado y con frecuencia aprovechados y buscados con demasiada complacencia por tal o cual obispo, perjudican a la credibilidad de su predicación. Así, por
ejemplo, san Jerónimo, que escribe: “Desde que la Iglesia vino a estar bajo emperadores cristianos, ha aumentado, sí, su poder y riqueza, pero ha disminuido su fuerza moral”.[3]
Esta relación supone, también, el surgimiento sistematizado de las relaciones públicas de la Iglesia como importante actor social. Entendemos aquí no las simples relaciones ente el Estado y la comunidad eclesial sino aquella acción que procura insertar a la Iglesia dentro de la comunidad, haciendo comprender, tanto por sus públicos internos como externos, su identidad a fin de crear vinculaciones por la convergencia de sus intereses.
Una lectura Iglesia-Poder, también para efectos de historia de la comunicación en la Iglesia, es absolutamente reductiva pues, a la vez que enfatiza un aspecto muy externo de la vida eclesial, descuida lo que la Iglesia por su naturaleza expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los Sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia). [4]
[1] Cf. María José Canel, citada en ¿Qué es la Comunicación Institucional y por qué es importante?, 13 de julio del 2018
[2] Jean Comby, Para leer LA HISTORIA DE LA IGLESIA, 1. De los orígenes al siglo XV, EDITORIAL VERBO DIVINO, VI edición, Navarra, 1993, p.105-106
[3] Jedin, hubert - manual de historia de la iglesia 02, p.50
[4] Benedicto XVI, INTIMA ECCLESIAE NATURA, 11 de noviembre del 2012, introducción.