Para entender este crimen hay que remontarse a la década de los años 70 en El Salvador, una sociedad caracterizada por sufrir enormes desigualdades que comienza a dar pasos hacia una mayor organización campesina que exigía sus derechos.
El gobierno de turno responde con un proyecto de transformación agraria que buscaba redistribuir la tierra. Estos años se van a caracterizar por la confrontación entre los distintos grupos de poder y las organizaciones campesinas y sindicales. La represión por parte del gobierno fue creciendo hasta el estallido de la guerra civil en 1980.
En este contexto, el jesuita Rutilio Grande, junto con otros miembros de la Iglesia salvadoreña, San Romero en primerísimo lugar, comienzan a denunciar los atropellos contra los campesinos, dándoles voz para que expresaran sus reclamos y para que lucharan por sus derechos.
Hasta el final de la guerra civil en 1992, habían sido asesinados más de 20 sacerdotes, el propio arzobispo, Monseñor Óscar Romero, cuatro religiosas y cientos de catequistas y celebradores de la palabra.
A lo interno mismo de la Iglesia hubo para todos estos mártires rechazo e incomprensión. Por décadas fueron señalados, borrados y excluidos, pero pudo más su testimonio de entrega evangélica, con el conocimiento cercano de las causas, los procesos y contextos que el Papa Francisco tiene como latinoamericano.
Nunca es tarde cuando la dicha es buena, de ahí el aire fresco de justicia que se respiró el pasado 22 de enero en la beatificación del Padre Rutilio y de los laicos Manuel y Nelson, a los que se unió el Padre Cosme Spessotto, franciscano asesinado igualmente al fragor de la guerra civil.
Los cuatro representan un reclamo de verdad y de justicia en un país donde la mentira ha sido estructural, donde hay impunidad y los crímenes de guerra no han sido investigados ni juzgados, como denunció recientemente el biógrafo de los mártires Rodolfo Cardenal.
Ellos estaban en las periferias existenciales cuando en la Iglesia todavía no se acuñaba el término ni la teología que lo sustenta. Este era el sueño del Padre Grande, él quería que la creación fuera compartida por toda la humanidad, que nadie declarara como propio algo que era común a todos, promoviendo el surgimiento de comunidades donde todos tuvieran su espacio, caminaran juntos y fueran escuchados.
Un sueño que el Espíritu ha convertido hoy en prioridad de la Iglesia, en norte y dirección de todos los esfuerzos pastorales. El tiempo es de Dios.