No puede pasar desapercibido el liderazgo moral del Papa Francisco alrededor del tema de la Inteligencia Artificial, esa auténtica revolución cognitiva-industrial a cuyas puertas estamos y que contribuirá a la creación de un nuevo sistema social.
Así quedó demostrado con la intervención del Pontífice en el Foro Intergubernamental del G7 realizado en Italia hace pocas semanas, en el que los líderes de los países más ricos debatieron sobre los efectos de la Inteligencia Artificial en el futuro de la humanidad.
A pesar de que este tema suscita por igual adeptos y detractores, el Papa recordó que tanto la ciencia como la tecnología son productos del extraordinario del potencial creativo que poseemos los seres humanos y que nos ha sido dado por Dios.
Un potencial que, en este caso, tiene implicaciones en numerosas áreas de la actividad humana: de la medicina al mundo laboral, de la cultura al ámbito de la comunicación, de la educación a la política, por lo que es normal suponer que su uso influirá cada vez más en nuestro modo de vivir, en nuestras relaciones sociales y en el futuro, incluso en la manera en que concebimos nuestra identidad como seres humanos.
Como toda herramienta, el uso de la Inteligencia Artificial será el que determine si se orienta al bien o si, por el contrario, lo hace al mal.
Por ejemplo, la inteligencia artificial podría permitir una democratización del acceso al saber, el progreso exponencial de la investigación científica, la posibilidad de delegar a las máquinas los trabajos desgastantes; pero, al mismo tiempo, podría traer consigo una mayor inequidad entre naciones avanzadas y naciones en vías de desarrollo, entre clases sociales dominantes y clases sociales oprimidas, poniendo así en peligro la posibilidad de una “cultura del encuentro” y favoreciendo la “cultura del descarte”.
Con este título traducido del inglés (Falling Down) se estrenaba hace poco más de 30 años una película que quedaría para siempre en la historia del cine como una premonición sobre el deterioro de la salud mental en nuestras sociedades occidentales.
Su protagonista, Bill Foster, interpretado magistralmente por Michael Douglas, es un hombre aparentemente normal sumido en una vorágine de situaciones complejas que lo llevan a tomar decisiones fatales, destructivas y violentas, que cambiarán para siempre su vida y la de muchos a su alrededor.
El filme retrata la frustración y la tensión propia del mundo urbano moderno, en el que la vida se diluye entre problemas, ambiciones insaciables y sueños rotos de una felicidad ilusoria, en medio de un egoísmo generalizado donde nadie se interesa por nada más que por sí mismo.
Fue lo primero que vino a nuestra mente el pasado lunes 3 de junio por la mañana cuando nos enteramos en las noticias del horrendo crimen de un hombre en un lujoso residencial en Guachipelín de Escazú. Según ha trascendido, el fallecido y quien lo habría asesinado -vecinos de al lado- mantenían un largo historial de problemas que incluso habían derivado en acusaciones judiciales que estaban en curso.
Un video perturbador que captó los hechos revela que luego de una discusión entre las respectivas esposas, según parece por una llave de paso de agua, los hombres se enfrascaron en una disputa hasta que uno de ellos sacó un arma y le disparó al otro en unas 14 ocasiones.
Ahora uno está en el cementerio, otro en la cárcel, hay dos familias destrozadas y un dolor que se extiende a muchísimas personas a su alrededor.
Numerosos editoriales hemos dedicado al flagelo de la violencia que se ha instalado en nuestras relaciones humanas, reflejo de una creciente descomposición social que hunde sus raíces en la pérdida de valores, la nula capacidad de resolución de conflictos y el abandono de la empatía y la fraternidad como formas habituales de comportamiento.
Estas son normas de conducta que se aprenden desde la primera infancia, bebiendo del ejemplo de los padres y creciendo en una cultura de paz, paz primero con nosotros mismos, con nuestro entorno y desde luego con Dios.
Por eso, hay que señalar otro aspecto fundamental en este escenario de violencia en que hemos convertido nuestros barrios, calles y hogares: la grave desestructuración de las familias, los padres y madres ausentes, las agresiones físicas, psicológicas y simbólicas de las que son víctimas muchos de nuestros niños y jóvenes.
Vivimos ahogados en ocupaciones para poder “salir adelante”, ya no hay tiempo para encontrarnos en el hogar, mirarnos a los ojos, escucharnos, dialogar, rezar, resolver juntos los problemas, alegrarnos de lo bueno y acompañarnos en las pruebas.
Toda esta pérdida del sentido de la familia tarde o temprano pasa la factura en heridas emocionales que saltan cuando se juntan la adrenalina y los problemas, nublando toda capacidad de pensamiento sereno y comedido.
No podemos dejar por fuera el crimen y su dinero “fácil”, el maldito narcotráfico que recluta a jóvenes que no ven más salida para sus vidas que formar parte de bandas criminales, entablando guerras por territorio con un saldo de muerte y sufrimiento. Todo sin que, como pareciera, las autoridades puedan hacer lo suficiente.
La tecnología, con todo lo bueno que tiene, también acarrea riesgos muy grandes en detrimento de los principios y valores de paz. Hoy nuestros niños se acostumbran a usar armas, recargarlas y “matar” a través de los videojuegos, en los que se premia al que es más cruel y al que más sangre derrama.
Ni se diga del torrente de contenido nocivo digital que muchos jóvenes consumen diariamente, la pornografía cada vez más despiadada y la proliferación de ideologías contrarias al bien y la verdad.
A propósito de la entrevista que esta semana hicimos a la señora Ministra de Educación, hay que señalar las deficiencias de un sistema educativo que para muchos resulta excluyente, donde en los últimos años se ha quitado autoridad a los docentes y para el cual ya no existen responsabilidades de parte de los estudiantes, sino solo “derechos”. El nefasto resultado está a la vista.
Desde luego, tenemos también un problema relacionado con la tenencia y portación de armas. ¿son realmente rigurosos los exámenes psicológicos necesarios para obtener un permiso?, y más allá de eso, ¿qué se hace para controlar el millonario mercado negro de armas ilegales que circulan tan fácilmente en el país?
Según reporta la Asociación Gerontológica Costarricense (AGECO), durante el año 2022 se recibieron 633 llamadas a su línea de emergencias, de las cuales un 53% (335) correspondieron a situaciones de violencia contra adultos mayores en diversas expresiones, a saber: violencia física, psicológica y sexual (tema con más registros del periodo), violencia patrimonial, abuso institucional, violencia por abandono y negligencia y violencia de género.
Es decir, de cada 10 llamadas de la línea, más de la mitad correspondió a situaciones de violencia en sus diversas manifestaciones, siendo esta una problemática que lesiona la dignidad, autovalía y la salud integral de quien es víctima de violencia.
Pensemos ahora el hecho de que hay muchos adultos mayores que, por su condición, estado de salud o incluso por temor, no denuncian los atropellos de los cuales son objeto. Claramente estamos frente a una situación de crisis que se debe atender como tal.
Ya antes hemos conocido lo que pasa especialmente en época de navidad y fin de año, cuando los asilos de ancianos y las salas de emergencias de los hospitales, especialmente las del Raúl Blanco Cervantes, especializado en la atención de adultos mayores, se llenan de casos de abandono de viejitos y viejitas por parte de personas y familias inescrupulosas que simplemente llegan y los dejan aportando datos falsos que hacen muy difícil un seguimiento posterior.
Otro efecto de la pandemia, con mucha frecuencia subestimado, está causando graves estragos en la sociedad costarricense. Hablamos de la salud mental.
Obviamente en un contexto de crisis como el que vivimos, con multiplicación de contagios y saturación de los servicios de salud, la atención se centra en la dinámica de la enfermedad física, sus causas y los lamentables decesos que genera. Sin embargo, luego de más de un año de estrés pandémico, también los efectos de esta enfermedad se notan en el estado mental de los ticos.
Y no es para menos, el bombardeo de información es permanente y viene de todos los medios posibles: las redes sociales, los noticieros, los periódicos, los programas de radio, en las conversaciones de trabajo, en el deporte, el arte, con la familia y hasta en los espacios de recogimiento espiritual.
Las medidas y las alertas cambian constantemente, los consejos van y vienen, que unos si son efectivos, que otros no, que se debe hacer esto, que se debe evitar aquello… el aluvión termina por sumir a las personas en un estado de confusión y de falta de serenidad que pone en riesgo la misma lucha contra la enfermedad. Las personas ya no pueden procesar más contenido, su razonamiento se nubla ante tantos elementos.
Curiosamente hay dos efectos contrapuestos en todo esto: por un lado están los que ya escuchan los reportes de situación como oír llover, es decir, que ya nada les conmueve ni les llama a la reflexión, y mucho menos a extremar las medidas de precaución para evitar los contagios. Es tanta la saturación de datos y de opiniones que terminan por dejar de escuchar casi como un mecanismo de defensa mental. Ni la muerte de personas conocidas hace que salgan de su desconexión con la realidad.
El problema es que estas personas se convierten en potenciales enfermos y transmisores del virus. Son los que por ejemplo, están esperando la menor oportunidad para, literalmente, escaparse del tumulto de la vida cotidiana, aunque eso implique ir a hacer tumulto a otras partes, como las playas y los centros de vacaciones.
Y están, en el otro extremo, las personas paralizadas del temor, que ya no saben ni como saludar, que no salen ni a tomar el sol, que no confían en nada ni en nadie, que buscan desesperadamente tomar medidas aunque rayen en la irracionalidad, que se creen todo lo que ven o les dicen y que quisieran incluso poder dejar de respirar…
Ni uno ni otro caso son lo que se necesita para luchar contra la pandemia. Son días de mucho trabajo para los psicólogos y los psiquiatras, si usted conoce alguno pregúntele y se dará cuenta de que la salud mental de los ticos está gravemente deteriorada, sin contar con otras expresiones como la violencia en las calles y en las casas, la agresión contra los niños y las mujeres, por el aumento del tiempo de convivencia en los hogares, la falta de espacios de esparcimiento, de deporte y de actividad religiosa.
Apenas despuntando el 2021 y ya se comienzan a ver en el cielo de la política costarricense los fuegos electorales de cara a la contienda presidencial del próximo año.
Y es normal que así sea, vivimos en una democracia donde todo ciudadano puede proponer su nombre y sus ideas para gobernar el país, es bueno y sano que quien así lo considera someta su propuesta al escrutinio público y que los electores vayamos perfilando y conociendo a los aspirantes a este importante servicio a la Patria.
Pero…. hay que tener un enorme cuidado de que esta carrera electoral no se convierta en un distractor de los grandes problemas nacionales, de las carencias de liderazgo, corrupción, falta de transparencia y de las situaciones que realmente necesitan solución de cara a la desmejorada calidad de vida de gran parte de los habitantes de nuestro país.
Quien aspire desde ahora a un puesto de elección popular, sea cual fuere, no puede desconocer la grave situación política, económica, social y moral en la que se halla hundido nuestro país, muy por el contrario, debe con valor partir de ella y proponer ya, con claridad y verdad, sin engaños ni mentiras, sus proyectos para recomponer Costa Rica.