
Desde los albores de su larga historia, la humanidad ha sentido siempre la necesidad de hombres que, mediante una misión de muy diversos modos a ellos confiada, fueran como mediadores ante la divinidad y se relacionaran con Dios en nombre de todos los demás. Hombres encargados de ofrecer a Dios oraciones, sacrificios, expiaciones en nombre de todo el pueblo, el cual ha sentido siempre la obligación de rendir culto público a Dios, reconocer en Él al Supremo Señor y primer principio, tender a Él como fin último, darle gracias y hacérselo propicio y esto aunque, en muchas épocas y lugares se hubiera oscurecido, en gran medida, al verdadero Dios con divinidades falsas. Con los primeros fulgores de la revelación divina aparece la misteriosa y hasta extraña figura de Melquisedec (Gén 14,18), sacerdote y rey, a quien el autor de la Carta a los Hebreos ve como figura anticipada de Jesucristo (ver Heb 5,10; 6,20; 7, 1-11, 15).
En los tiempos más antiguos del pueblo de Israel, los jefes de cada familia (Gén 31,54), así como también los reyes, eran los “sacerdotes familiares” y estaban a cargo de las oraciones y sacrificios, para pedir a Dios protección y paz para ellos, lo mismo la fertilidad de la tierra y de los animales. Durante la travesía del éxodo por el desierto del Sinaí, Dios constituyó al pueblo de Israel como "un reino de sacerdotes y una nación consagrada" (Éx 19,6). Pero dentro de ese pueblo, todo él sacerdotal, escogió una de las doce tribus, la de Leví, para el servicio litúrgico. Estos sacerdotes eran consagrados mediante un rito propio (ver Éx 29,1-30) y sus funciones, deberes y ritos, así como sus vestiduras, vienen establecidos minuciosamente y ampliamente descritos, sobre todo, en el libro del Levítico.
Los varones pertenecientes a esta tribu sacerdotal por excelencia, no recibieron ninguna parte de herencia, cuando el pueblo llegó a establecerse en la tierra prometida. Dios mismo fue la parte de su heredada (ver Jos 13,33). Estos, sin embargo, en sus orígenes y en los diversos santuarios de Israel, se dedicaban sobre todo, a conocer la voluntad de Dios, que expresaban en forma de “designio” o de “oráculo sacerdotal” con valor normativo (Jer 18,18).