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Miércoles, 15 Mayo 2024
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Los capítulos 21 a 26 del libro de los Hechos de los Apóstoles, nos presentan la “subida” de Pablo a Jerusalén y de ella hasta Roma, meta del programa misionero presentado por Jesús al comienzo del libro (Hech 1,8).

A lo largo de este viaje martirial, san Pablo se va encontrando a diversos personajes, que mencionaremos a continuación: En Cesarea, a un profeta llamado Agabo, a quien presentábamos el domingo 1 de mayo, quien se ata los pies y las manos con la faja de Pablo y declara: Esto dice el Espíritu Santo: así atarán los judíos en Jerusalén al hombre a quien pertenece este cinturón. y lo entregarán en manos de los paganos (Hech 21, 11).

Para San Lucas, esta subida de san Pablo a Jerusalén, es la imagen de la de Cristo cuando decía a sus discípulos: Miren, estamos subiendo a Jerusalén y todo lo escrito por los profetas sobre el Hijo del hombre se va a cumplir. Será entregado a los paganos, injuriado, escupido y maltratado y después de azotarlo, lo matarán, pero al tercer día resucitará (Lc 18,31-33). Empieza para san Pablo un largo viacrucis en el que, tras las huellas de su maestro, se compromete voluntariamente a enfrentar lo que se le viene encima, sufrimientos, persecuciones y cárceles: Yo estoy dispuesto no sólo a ser encadenado, sino a morir en Jerusalén por el nombre de Jesús, el Señor (Hech 21, 13). Es detenido en la ciudad santa, pero no morirá allí; de modo que, por la noche, el Señor se le aparece y le advierte: Ten ánimo, pues tienes que dar testimonio de mí en Roma, igual que lo has dado en Jerusalén (Hech 23, 11).

Pablo permanece dos años en las cárceles de Cesarea, bajo la custodia del gobernador Félix, llamado Antonio Félix, que fue gobernador de Judea, durante los años 52-60 d. C y residía, como el resto de los gobernadores romanos, en la ciudad de Cesarea (ver Hech 23,23-30; 24). Estaba casado con una mujer judía llamada Drusila (Hech 24,24). San Lucas nos cuenta que, por interés monetario y esperando que el Apóstol le diera algo, dejó a San Pablo prácticamente abandonado a su suerte y encarcelado (Hech 24,24-27). Cuando le sustituye el honrado Festo, Pablo pronuncia la frase que hace caer todas las restantes jurisdicciones: Apelo al César (Hech 25,11). Festo, llamado Porcio Festo, gobernó en Judea por los años 60-62 d. C. Pese a su interés por agradar a los judíos (Hech 24,27; 25,9), se vio obligado a reconocer la inocencia de Pablo (Hech 26,32)

Durante los días que preceden a la partida del Apóstol, el rey Agripa y su hermana Berenice llegaron a saludar a Festo. Buena ocasión para éste de pedirles a unos peritos en la ley judía, que le ayuden a redactar el informe para Roma acerca de Pablo. Marco Julio Agripa II era hijo de Herodes Agripa I (Hech 12,1). A su padre lo habíamos presentado el domingo 8 de mayo. Era gobernador de Iturea y Berenice su hermana. El emperador o el César que gobernaba el Imperio Romano por aquellos años, era el famoso y célebre Nerón, el cual, lo mismo que sus predecesores, recibía el título de Augusto (Hech 25,21.25).

Como tenía un espíritu recto, Festo va derecho al corazón de la fe cristiana: “Se trata”, le resume al rey Agripa, “de una discusión a propósito de un tal Jesús que murió y del que Pablo afirma que está vivo” (Hech 25,19). Luego Pablo habla en presencia de Agripa. Para esta ocasión, Pablo redacta su discurso con especial esmero. Al final de aquel discurso, Pablo formula una definición de su predicación. Apoyándose en las Escrituras, pretende demostrar tres cosas: a) que Cristo tenía que sufrir, b) que resucitó de entre los muertos, y c) que tenía que anunciar la luz al pueblo (a Israel) y a las naciones (paganas) (ver Hech 26,23).

Recordemos las últimas palabras de Jesús a sus apóstoles: Así estaba escrito que el Mesías tenía que morir y resucitar de entre los muertos al tercer día y que en su nombre se anunciaría a todas las naciones, comenzando desde Jerusalén, la conversión y el perdón de los pecados (Lc 24,46-47). Es curioso el paralelismo entre ambos pasajes. La predicación de Pablo, lo mismo que la enseñanza de Jesús, intenta poner de relieve los signos mesiánicos contenidos en la Escritura y realizados en Jesús: los sufrimientos, la resurrección y la salvación llevada a todas las naciones. Jesús efectivamente murió y resucitó; el tercer signo encuentra su cumplimiento en la misión de Pablo; por medio de él, se lleva a cabo la obra de Cristo y se completa la historia de la salvación.

El viaje a Roma resulta bastante dramático y accidentado (Hech 27-28). El Apóstol de los gentiles se va por mar hacia Roma, para ser juzgado por el emperador. En el trayecto el barco naufraga, pero él confía en todo momento en que la providencia divina los salvará. Pablo estará allí en prisión durante dos años, en plan de residencia vigilada: vive en una villa y en una casa particular, custodiado por un soldado (Hech 28,16). Estamos al final de aquel largo itinerario. Pablo está encadenado, pero la palabra está libre: en el corazón de la capital del mundo, el prisionero Pablo anuncia a los paganos el reino de Dios y enseña lo referente al Señor Jesucristo con toda valentía, sin obstáculo alguno (Hech 28,31).

Así, pues, san Lucas puede poner punto final a su obra: se ha cumplido el programa asignado por Jesús resucitado (Hech 1,8).

Tanto ayer como hoy, la Iglesia está llamada a evangelizar, invitar a la conversión y liberar de toda esclavitud a quienes anuncie el mensaje de la salvación redentora de Cristo.

El domingo anterior conocimos a Lidia, la primera cristiana de Europa convertida por la palabra de San Pablo, estando en Filipos, Grecia y cómo ella le abrió las puertas de la fe a Cristo y las de su casa a San Pablo y a su compañero Silas. Pues bien, estando en Filipos sucedió lo siguiente:

Un día, mientras nos dirigíamos al lugar de oración, nos salió al encuentro una muchacha poseída de un espíritu de adivinación, que daba mucha ganancia a sus patrones adivinando la suerte. Ella comenzó a seguirnos, a Pablo y a nosotros, gritando: “Esos hombres son los servidores del Dios Altísimo, que les anuncian a ustedes el camino de la salvación”. Así lo hizo durante varios días, hasta que al fin Pablo se cansó y, dándose vuelta, dijo al espíritu: “Yo te ordeno en nombre de Jesucristo que salgas de esta mujer”, y en ese mismo momento el espíritu salió de ella.

Pero sus patrones, viendo desvanecerse las esperanzas y de lucro, se apoderaron de Pablo y de Silas, los arrastraron hasta la plaza pública ante las autoridades, y llevándolos delante de los magistrados, dijeron: “Esta gente está sembrando la confusión en nuestra ciudad. Son unos judíos que predican ciertas costumbres que nosotros, los romanos, no podemos admitir ni practicar”.

La multitud se amotinó en contra de ellos, y los magistrados les hicieron arrancar la ropa y ordenaron que los azotaran. Después de haberlos golpeado despiadadamente, los metieron en la prisión, ordenando al carcelero que los vigilara con mucho cuidado. Habiendo recibido esta orden, el carcelero los encerró en una celda interior y les sujetó los pies con cadenas (Hech 16,16-24).

 

La adivina o pitonisa

 

Un día, mientras nos dirigíamos al lugar de oración, nos salió al encuentro una muchacha poseída de un espíritu de adivinación (literalmente: “espíritu pitónico”). Así nos lo cuenta San Lucas. Pitón era el nombre de una serpiente que, en un principio, había pronunciado los oráculos en Delfos, y que fue muerta por Apolo, quien la sustituyó en su función de vaticinar. De ahí el nombre de Apolo Pitio, dado a este dios; y el de pitonisa, para designar a la sacerdotisa de Delfos, que pronunciaba sus oráculos en nombre de Apolo. A veces, en algunos escritores griegos, se llama “pitón” al ventrílocuo, desde cuyo vientre se creía que hablaba y vaticinaba el  espíritu.

Pues bien, el  espíritu pitón permitía a la muchacha “tener un discurso inspirado”, lo que daba a sus amos mucho dinero. El espíritu seguía a Pablo y a sus compañeros gritando: “Esos hombres son los servidores del Dios Altísimo, que les anuncian a ustedes el camino de la salvación”. La expresión “Dios altísimo” era usada tanto por los judíos como por los paganos. Pablo se enfrenta al espíritu y, en nombre de Jesucristo, le ordena salir de la muchacha.

Durante casi dos mil años los cristianos hemos considerado a María Magdalena como una prostituta que, al escuchar un día las palabras amorosas de Jesús, se arrepintió de su pasado pecador, se convirtió y desde entonces lo siguió como discípula, dedicándole su vida y su amor. La idea que nos hemos hecho de ella es la de una mujer hermosa, de largos cabellos, compungida por sus pecados, y que de algún modo representa la imagen penitencial de la Iglesia. En los cuadros y pinturas se la suele representar con ropas provocativas, un manto escarlata (símbolo de la lujuria) y el cabello suelto (propio de las mujeres ligeras), arrodillada junto a la cruz o devotamente a los pies de Cristo.

Sin embargo, cuando intentamos buscar en el Nuevo Testamento a la pecadora Magdalena el esfuerzo es vano. No encontramos ni un solo episodio que refleje la imagen que tenemos de ella. ¿De dónde ha salido, pues, ese concepto que le hemos atribuido? Si atendemos a las Escrituras, veremos que a ella sólo se la menciona en cinco oportunidades.

 

El pueblo que le dio el nombre

 

La primera vez que aparece es en la mitad del evangelio de Lucas. Allí se dice que Jesús viajaba predicando por todo el país, acompañado por los doce apóstoles y por algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades; entre ellas estaba “María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, esposa de Cusa, intendente de Herodes, Susana y muchas otras, que los ayudaban con sus bienes” (Lc 8,2-3).

La vemos, pues, ocupando el primer lugar entre las mujeres seguidoras de Jesús. Su nombre propio era María (que en hebreo significa “bella”). Éste era uno de los nombres femeninos más comunes en tiempos de Jesús, porque así se había llamado la hermana de Moisés (Ex 15,20), y a muchos les gustaba tener una María en su familia.

Para que nos demos una idea de cuán frecuente era el uso de este nombre, basta leer la lista de mujeres que estaban al pie de la cruz: “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre (o sea, María), la hermana de su madre, María la mujer de Cleofás; y María Magdalena” (Jn 19,25). Es decir, en un reducido grupo de cuatro mujeres, tres se llamaban María.

Por eso, cuando se nombraba a alguna María, había que agregarle una especificación para diferenciarla de las demás. Se decía, por ejemplo, “María, la esposa de”, “María, la madre de”, “María, la hermana de”. En el caso de nuestra María, se le dice “magdalena” porque había nacido en un pueblito llamado “Magdala”, ubicado en la orilla occidental del lago de Galilea, 5 km al norte de la ciudad de Tiberíades.

O sea que “magdalena” no era propiamente un nombre de mujer sino un apodo que hacía alusión al lugar de origen de María; como si dijéramos la “cartaginesa” (por la ciudad de Cartago en Costa Rica), o la “escazuceña” (por la ciudad de Escazú). Pero con el tiempo terminó convirtiéndose en nombre propio femenino.

 

La primera en todo

 

La segunda vez que aparece María Magdalena es en el momento de la crucifixión de Jesús: “Había también unas mujeres mirando desde lejos; entre ellas, María Magdalena, María la madre de Santiago el menor y José, y Salomé; ellas lo habían seguido y servido cuando estaba en Galilea” (Mc 15,40). Se la menciona, pues, en primer lugar, entre las que contemplan el doloroso espectáculo de la muerte del Salvador. 

La tercera vez, es en el momento en que bajan de la cruz al Señor; allí José de Arimatea, miembro del Sanedrín que se había opuesto a la condena de Jesús, le pide a Poncio Pilato el cadáver, lo envuelve en una sábana y le da sepultura. Y agrega Marcos: “María Magdalena y María la de José miraban dónde lo habían puesto” (Mc 15,47). 

La cuarta vez, es en la madrugada del domingo de Pascua. Algunas mujeres, entre las que se hallaba María Magdalena, van a visitar la tumba de Jesús; pero al llegar la encuentran abierta y vacía; entonces se les aparece un ángel y les avisa que Jesús no está más allí, que ha resucitado como lo había predicho (Mc 16,1). Ella aparece, pues, como una de las primeras en enterarse de la resurrección de Jesús. La quinta y última vez que se la menciona es cuando, al salir del sepulcro, tiene un fascinante encuentro con Cristo resucitado, y éste la envía a anunciar a los apóstoles esa buena noticia (Mt 28,9-10).

 

En busca de los siete demonios

 

Como vemos, siempre que aparece María Magdalena en los evangelios es en situaciones dignas de elogio. Sin embargo, a esta mujer discípula principal del Señor, seguidora fiel, testigo eminente de su resurrección, la tradición terminó convirtiéndola en una ramera penitente. ¿Por qué? ¿Qué fue lo que pasó?

Todo empezó con el misterioso dato que nos da Lucas sobre ella la primera vez que la menciona: “de ella habían salido siete demonios” (Lc 8,2). Los lectores se preguntaban: ¿qué quiso decir Lucas con esto? Y se imaginaron: si tuvo “siete” demonios (número simbólico que indica la gravedad de la situación por la que había atravesado la mujer), es porque su pasado debió haber sido sumamente vergonzoso y degradante.

Pero los lectores de la Biblia siguieron preguntándose: ¿en qué momento expulsó Jesús a los siete demonios de la Magdalena? Porque hasta aquí el evangelio de Lucas sólo había contado la sanación de una sola mujer: la suegra de Pedro (Lc 4,38-39). ¿Cuándo había ocurrido esta otra curación? Y creyeron encontrar la respuesta en una segunda mujer, la pecadora pública que acude a Jesús buscando el perdón de sus pecados, y que Lucas presenta justo antes de la aparición de la Magdalena.

 

Los pies lavados con lágrimas

 

En efecto, narra Lucas que cierto día Jesús fue invitado a comer a la casa de un fariseo llamado Simón. Mientras estaban a la mesa, entró de pronto una mujer pecadora pública y, arrojándose a los pies de Jesús, comenzó a llorar; luego se soltó la cabellera y con ella empezó a secarle los pies mojados por las lágrimas; después se puso a besarlos y a ungirlos con perfume. El dueño de casa reconoció inmediatamente a la mujer: era una pecadora famosa de la ciudad; y se asombró de que Jesús se dejara tocar por ella.

Pero Jesús, sabiendo lo que pensaba Simón, defendió a la mujer; y aprovechó para criticar a Simón porque, como dueño de casa, debería haber observado ciertos ritos de bienvenida cuando llegó Jesús (como lavarle los pies, besarlo, ponerle perfume), y no había hecho nada de eso; había mostrado poco amor y gratitud hacia el Señor. En cambio, la mujer que estaba allí llorando y pidiendo perdón de sus pecados, se había mostrado humilde y agradecida hacia Jesús (Lc 7,36-50).

Terminado este relato, Lucas nombra a continuación por primera vez a Magdalena (8,1-3). Entonces pareció obvio pensar que aquella prostituta anónima, que había llorado por sus pecados y había sido perdonada por Jesús, era justamente la de los siete demonios, a la que Lucas por delicadeza no quiso nombrar, para no ponerla en evidencia ante los lectores.

 

La segunda confusión

 

Convertida ya María Magdalena en prostituta, se produjo una nueva confusión. Porque san Marcos cuenta que Jesús, pocos días antes de su muerte, fue de nuevo invitado a cenar, esta vez en el pueblo de Betania, y allí otra mujer (una tercera), se le acercó con un frasco de perfume muy caro, y lo derramó sobre su cabeza; los presentes se indignaron con ella por el derroche que había hecho, pero Jesús la defendió y aprobó su actitud (Mc 14,3-9).

El hecho de que esta mujer (en Marcos) apareciera haciendo casi lo mismo que la pecadora (en Lucas), hizo pensar que se trataba de la misma persona: María Magdalena. Y así, las tres mujeres (María Magdalena con sus siete demonios, la pecadora anónima, y la mujer de Betania) pasaron a ser una sola. (Y como esta última, la mujer de Betania, en el evangelio de Juan se dice que es María, la hermana de Lázaro, ¡terminó también ella siendo una prostituta!)

Abierta ya esta puerta, no hubo piedad con la pobre Magdalena. La tradición posterior la identificó después con la promiscua samaritana de los seis maridos (Jn 4), y hasta con la adúltera sorprendida en pleno escándalo impúdico (Jn 8,1-11). Es decir, cuanta aberración sexual anónima se hallaba en los evangelios, era atribuida a la mujer de Magdala.

Muchos Padres de la Iglesia se opusieron a estas identificaciones, como san Agustín (siglo IV), san Ambrosio (siglo IV), san Efrén (siglo IV). Pero el papa Gregorio Magno, en una célebre homilía pronunciada en la basílica de San Clemente en Roma, el viernes 14 de septiembre del año 591, fijó de una vez por todas, esta identidad. Dijo ese día: “Pensamos que aquella a la que Lucas denomina la pecadora, y que Juan llama María, designa a esa María de la que fueron expulsados siete demonios. ¿Y qué significan esos siete demonios, sino todos los vicios?”. Por lo tanto, a partir del siglo VII empezó a sostenerse unánimemente que las tres mujeres eran una sola.

 

De pecadora a enferma

 

Pero actualmente los especialistas, estudiando con más detenimiento el tema, han rechazado esta identificación y sostienen que se trata de tres mujeres distintas.

La primera sería María Magdalena. De ella, hoy se piensa que los “siete demonios” expulsados no tienen por qué aludir a una vida pecadora; pueden referirse a alguna enfermedad. Más aún: en ningún lugar del Nuevo Testamento estar poseído por los demonios significa un pecado. Y a veces hasta se excluye que lo sea. Como en el caso de la “hijita” endemoniada de la mujer sirofenicia (Mc 7,30), o del muchacho que aparece endemoniado “desde la infancia” (Mc 9,21), en los cuales se trata de niños que no tienen uso de razón para ser pecadores.

Además, cuando Lucas presenta a la Magdalena, dice que formaba parte de las mujeres “curadas de espíritus malignos y enfermedades” (Lc 8,2); no dice que eran mujeres “perdonadas de sus pecados”. O sea que los demonios que poseyeron a la Magdalena no tienen por qué haberla hecho pecar. Podían sólo haberla enfermado. Por lo tanto, los siete espíritus que la poseyeron no indican que ella era una mujer “muy pecadora”, sino “muy enferma”. No hay, pues, motivo para identificar a María Magdalena con la pecadora que lloró a los pies de Jesús.

 

El nombre que se perdió

 

Por lo tanto, la pecadora pública sería una segunda mujer, distinta de la Magdalena. Y como a esta pecadora el evangelista Lucas la dejó en el anonimato, no podemos conocer su nombre. ¿Pero se la puede, al menos, identificar con la tercera mujer, la de Betania, que también en una cena ungió con perfume a Jesús días antes de su muerte? Tampoco. Ellas serían dos mujeres distintas. ¿Y por qué las dos aparecen haciendo casi lo mismo en los evangelios?

Los especialistas explican que antes de que se escribieran los evangelios (o sea, en la tradición pre-evangélica) existían los relatos de dos mujeres que le hacían un homenaje a Jesús. Uno, de una mujer pecadora que baña los pies de Jesús con lágrimas; el otro, de una buena mujer que baña la cabeza de Jesús con perfume. La pecadora lo hace buscando el perdón; la buena mujer, para profetizar la muerte cercana del Señor. Al escribirse los evangelios, san Lucas incorporó a su libro (7,36-50) el primer relato (el de la pecadora); en cambio san Marcos (y san Mateo), el segundo relato (el de la buena mujer; 14,3-9).

 

Con los cabellos al viento

 

Pero san Juan, que fue el último evangelista en escribir, conoció las dos narraciones mezcladas. Y entonces nos ofreció una versión mixta. Así, presenta en su evangelio el mismo relato de Marcos, o sea, que poco antes de su muerte Jesús es invitado a comer en Betania, y allí una buena mujer lo unge con perfume profetizando su sepultura (12,1-11). Pero por otro lado incorpora detalles del relato de Lucas, que lo tornan absurdo.

Por ejemplo, dice que lo que la mujer unge de Jesús con perfume son ¡los pies! Esto resulta ridículo; la gente solía ponerse perfume en la cara o la cabeza, para exhalar una fragancia agradable (como aún hacemos hoy en día); pero perfumarse los pies no tiene ningún sentido. (Sin embargo, el relato de Juan lo cuenta así probablemente por influencia de la pecadora de Lucas, que con sus lágrimas baña precisamente los pies de Jesús).

Además, sigue diciendo Juan que después de echarle perfume a Jesús, ¡la mujer se lo secó! ¿Qué sentido tiene secar el perfume que le ha puesto? (Pero Juan lo escribió por influencia de Lucas, donde la pecadora le seca a Jesús las lágrimas derramadas en sus pies).

Finalmente, Juan presenta a la mujer de Betania soltándose el cabello. En tiempos de Jesús, usar en público el cabello suelto estaba mal visto y era propio de las mujeres pecadoras. ¿Cómo alguien virtuosa, como era María de Betania para Juan, puede hacer una cosa así? (Es que Juan incorporó este detalle, por influencia de la pecadora de Lucas).

En cada Semana Santa, la Iglesia suele leer y meditar los últimos pasajes de los cuatro evangelios que relatan la pasión, crucifixión y muerte de Jesús. Al momento de ser sentenciado en la cruz, Jesús estaba acompañado por dos ladrones, que adquirieron con el paso del tiempo una posible identificación. Pero ¿quiénes fueron estos dos compañeros de suplicio y muerte de Jesús?

La respuesta a esta pregunta ha surgido a partir del teólogo y biblista argentino Ariel Álvarez Valdés, quien ha reinterpretado los escritos de los evangelistas Mateo, Marcos, Lucas y Juan, en un artículo muy interesante llamado “¿Quiénes eran los hombres crucificados con Jesús?” (Enigmas de la Biblia, 17, Editorial San Pablo, Buenos Aires, 2016, pp. 67-75). Y asegura que los malhechores crucificados junto a Jesús, en realidad, eran dos de sus discípulos. En efecto, durante los años que Roma dominó Judea, la crucifixión fue el castigo que los romanos aplicaban exclusivamente a los rebeldes políticos, a los revolucionarios sociales, pero no a los simples ladrones. De hecho, los Evangelios nos los llama así, sino bandidos o malhechores (Mt 27,38.44; Mc 15,27.32b; Lc 23,32.33.39). San Juan no especifica quiénes eran ellos. Solamente habla de “otros dos”, uno a cada lado de Jesús (Jn 19,18)

Esta primera conclusión lleva a la siguiente pregunta: ¿qué relación tenían con Jesús de Nazaret? Porque según los Evangelios, Jesús fue condenado a muerte por perturbador político, rebelde y agitador social. Eso no significa que lo fuera, pero sí que las autoridades romanas lo consideraron como tal (Lc 22,1-2; Jn 19,29-39). El hecho de que sobre su cabeza pusieran un cartel con el motivo de su condena: “El rey de los judíos”, confirma que la causa de su sentencia fue política y no religiosa. Ahora, si los hombres que estaban crucificados a su lado también lo fueron ¿tenían alguna conexión con Jesús? Los Evangelios no los vinculan para nada. Sin embargo, es poco probable que varias personas condenadas el mismo día, a la misma hora, en el mismo lugar, por la misma causa, por el mismo gobernador y con la misma pena, no estén relacionadas.

Cuando los soldados arrestaron a Jesús en el Monte de los Olivos, él se defendió diciendo: “¿Han venido a prenderme con espadas y palos, como si fuera un bandido (en griego ‘lestés’)?” (Mc 14, 48; Mt 26, 55). Es decir que Jesús fue considerado un “lestés”, el mismo título que se utiliza para designar a los dos hombres crucificados con él (Mc 15,27; Mt 27,38). Esto llevó al teólogo Ariel Álvarez Valdés a otra conclusión: los dos condenados debieron de ser discípulos de Jesús, apresados y juzgados por el mismo delito “político”. Por eso terminaron muriendo junto a él.

Además, hay otro detalle que establece el vínculo entre esos dos hombres y Jesús: la manera en que fueron crucificados. Los cuatro evangelios coinciden en que Jesús fue colocado en el medio, mientras que a los otros dos fueron colocados “uno a su derecha y otro a su izquierda” (Mc 15,27; Mt 27,38; Lc 23,33; Jn 19,18). ¿Por qué ubicarlos así?, se pregunta Álvarez Valdés y responde que fue porque Jesús había sido considerado por las autoridades religiosas y civiles de su tiempo, como el líder de los otros dos malhechores que en realidad eran dos de sus discípulos. Otra duda que también responde Álvarez Valdez: ¿Por qué insultaban a Jesús si supuestamente no lo conocían?

Porque seguramente se sintieron desilusionados ante el fracaso de su líder y protestaron indignados: “¿No eres tú el Mesías? Pues sálvate a ti y a nosotros” (Lc 23,39), le recriminó uno de los crucificados. Es decir que no era un delincuente común que no conocía a Jesús, de lo contrario ¿por qué le diría Mesías a Jesús? “Acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino”, fue una de las peticiones de uno aquellos crucificados (Lc 23,42). El hombre, entonces, tenía fe en Jesús y creía en sus palabras, estaba convencido de que Jesús era Rey y que tenía el poder suficiente para hacerlo entrar en el Reino de los Cielos.

Queda contestar por qué los Evangelios nunca dijeron que los dos crucificados eran discípulos de Jesús. La respuesta, según Álvarez Valdés, es simple. Entre los primeros cristianos se hizo fuerte la idea de que Jesús había dado su vida por la humanidad y que su muerte en la cruz había sido redentora. En consecuencia, la crucifixión se convirtió en el hecho central de su vida y se le atribuyó un valor único. Jesús muriendo por el Reino junto a sus discípulos, le hacían perder centralidad y exclusividad a su muerte. Sin embargo, el llamado “buen ladrón” es uno de los dos malhechores que, según los Evangelios, fueron crucificados al mismo tiempo que Jesús de Nazaret. En su Evangelio, San Lucas relata que Jesús le dijo a su compañero, durante la crucifixión, que antes de que acabara el día, estaría junto a él en el Paraíso (Lc 23,43).

La Verónica

Junio 21, 2021

No podemos dejar pasar a la Verónica, una de las mujeres que aparecen en una de las estaciones del Santo Viacrucis, en nuestras procesiones y en las películas de la Pasión del Señor. No es mencionada por los Evangelios ¿Por qué razón? Como introducción y síntesis, citamos unas líneas de José Luis Martín Descalzo (Vida y misterio de Jesús de Nazaret, Salamanca 1998, p. 1108):

“Una antigua tradición coloca aquí a la Verónica, un personaje del que nada nos dicen los evangelistas y que, con toda probabilidad, es un invento de la piedad y ternura cristianas. Durante muchos siglos se experimentó entre los creyentes el deseo, la necesidad, de poseer la verdadera imagen, el auténtico rostro de Jesús. Y de este deseo surgió la piadosa leyenda de una mujer que en el camino del Calvario habría limpiado, conmovida, el rostro de Jesús, rostro que habría quedado impreso en el blando lienzo.

Este verdadero rostro, este “vero icono”, se habría transmutado en el nombre de la mujer: Verónica, la más bella leyenda de la cristiandad joven. Ninguna otra, en efecto, refleja mejor la ternura de la Iglesia, el afán de la esposa de Cristo por limpiar este rostro dolorido y ensangrentado. Nótese el origen del nombre: Verónica, sería el “vero icono”, el rostro auténtico de Jesús”.

 

Origen de esta leyenda piadosa

 

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