“Monseñor: me casé hace cinco años. Durante el noviazgo, cuando la conversación nos llevaba a hablar de los hijos, mi novia se mantenía contraria, porque los hijos son una gran responsabilidad y, además, no le permitirían afirmarse en su profesión. Yo, por el contrario, deseaba una familia como aquella en que he nacido y crecido; con hermanos y hermanas. Esperaba que con el matrimonio, ella pudiera cambiar su modo de pensar, pero no fue así, y ese ha sido el motivo principal de nuestros contrastes y falta de interés recíproco, que nos llevaron a la separación. Monseñor, ¿deberé renunciar al sueño de ser padre, y en un matrimonio religioso? Le agradezco su atención y su ayuda. Por razones de prudencia, el nombre y la dirección no corresponden a la realidad.”
Juan Diego Méndez V.- Heredia
Estimado Juan Diego, una primera observación. Me sorprendió que se hayan podido casar con rito religioso si su novia excluía de modo perentorio, la disponibilidad a tener hijos. En efecto, en el protocolo que los novios, en coloquio con el párroco u otro encargado, deben llenar antes del matrimonio, hay la pregunta que se refiere precisamente a la no exclusión de los hijos… Son tres los elementos fundamentales del matrimonio cristiano: la indisolubilidad, que sea monogámico, es decir, de un solo varón con una sola mujer, y que esté abierto a transmitir la vida.
Al respecto, siempre es muy iluminador volver a la enseñanza de la Revelación, como la encontramos sintetizada en el Nuevo Catecismo (1992). Ahí leemos: “Por la unión de los esposos se realiza el doble sí del matrimonio: el bien de los esposos y la transmisión de la vida. No se pueden separar estas dos significaciones o valores del matrimonio, sin alterar la vida espiritual de los cónyuges ni comprometer los bienes del matrimonio y el porvenir de la familia. Así el amor conyugal del hombre y la mujer queda situado bajo la doble exigencia de la fidelidad y de la fecundidad” (2363).
“La fecundidad es un don, un fin del matrimonio, pues el amor conyugal tiende naturalmente a ser fecundo. El niño no viene de fuera a añadirse al amor mutuo de los esposos, brota del corazón mismo de ese don recíproco del que es fruto y cumplimiento” (2366). “Llamados a dar la vida, los esposos participan del poder creador y de la paternidad de Dios. En el deber de transmitir la vida humana, y educarla que han de considerar como su misión propia, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios creador y, en cierta manera, sus intérpretes. Por ello cumplirán su tarea con responsabilidad humana y cristiana” (2367).
Por otra parte, “sea claro para todos -afirma el Concilio Vaticano II- que la vida de los hombres y la tarea de transmitirla no se limita sólo a este mundo y no se puede medir ni entender sólo por él, sino que mira siempre al destino eterno de ser humano” (GS 51, 4). Muy brevemente: los padres no cooperan sólo en la transmisión de una vida terrenal, temporal, sino, que cooperan para comunicar una vida eterna, propia de cuantos somos “imagen y semejanza de Dios eterno”.
La Sala Constitucional declaró con lugar, el pasado 13 de agosto, el recurso de amparo presentado a favor la enfermera Gabriela Garbanzo Fallas, del Hospital México contra el director de ese centro médico, quien no autorizó la reinstalación de una imagen de Cristo la cual esta desde el 2008 en la pared de la entrada a las salas de operaciones de ese centro hospitalario.
De caminar despacio, hablar prudente y cortés. Sencillo, noble y “libre de equipaje”. Así es el Padre Juan Luis Mendoza, quien el pasado 8 de mayo cumplió nada menos que 62 años de vida sacerdotal.
Costarricense por decisión propia, muchas son las facetas en la vida de este apóstol de la palabra, nacido en España en 1932, y que desde 1975 hizo de Costa Rica su casa y lugar de realización.
Hoy, en la madurez de la vida, el tiempo que más disfruta el Padre Mendoza es en presencia del Señor, sea en la Eucaristía, o en la oración que realiza con devoto entusiasmo allí donde se encuentre.
En sus manos la fe y los pensamientos toman forma en cientos de libros y artículos que desde hace muchos años comparte con quienes le conocen y siguen a través de varios medios de comunicación, incluido el Eco Católico.
El Carmelo, cuya hermosura ensalza la Biblia, ha sido siempre un monte sagrado. En el siglo IX antes de Cristo, Elías lo convirtió en el refugio de la fidelidad al Dios único y en el lugar de los encuentros entre el Señor y su pueblo (1R 18,39).
El recuerdo del profeta “abrasado de celo por el Dios vivo” había de perpetuarse en el Carmelo. Durante las Cruzadas, los ermitaños cristianos se recogieron en las grutas de aquel monte emblemático, hasta que en el siglo XIII, formaron una familia religiosa, a la que el patriarca Alberto de Jerusalén dio una regla en 1209, confirmada por el Papa Honorio III en 1226.
El Monte Carmelo está situado en la llanura de Galilea, cerca de Nazareth, donde vivía María “conservándolo todo en su corazón”. Por eso la Orden del Carmelo desde sus orígenes, se ha puesto bajo el patrocinio de la Madre de los contemplativos.
En ese Monte fundaron un templo en honor a la Virgen y la congregación de los Hermanos de Santa María del Monte Carmelo, la que pasó a Europa en el Siglo XIII luego de su persecución en Tierra Santa. Quisieron vivir bajo los aspectos marianos que salían reflejados en los textos evangélicos: maternidad divina, virginidad, inmaculada concepción y anunciación.
Es natural que en el siglo XVI, los dos doctores y reformadores de la Orden, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, convirtieran el Monte Carmelo en el signo del camino hacia Dios.
Sufrieron dificultades económicas, padecieron la enfermedad, vivieron el duelo… Pero se mantuvieron unidos y, sobre todo, pusieron a Dios en el centro. Se trata del matrimonio de San Luis Martin y Santa Celia Guérin, un matrimonio como cualquier otro, con sus dificultades y pruebas, pero donde abundaba la fe.
Recientemente, ambos fueron declarados patronos de los laicos en Costa Rica. Precisamente, se escogió como Día Nacional del Laico el 12 de julio, Festividad de San Luis Martin y Santa Celia Guérin.
Él, un relojero y joyero; ella, una costurera y emprendedora. Nacieron en Francia en el Siglo XIX. Son conocidos por ser los padres de Santa Teresa de Lisieux, quien decía: “Dios me ha dado un padre y una madre más dignos del cielo que de la tierra”.
En su juventud, ambos quisieron optar por la vida religiosa, pero Dios tenía otros planes para ellos. Cuando se conocieron fue, por así decirlo, “amor a primera vista”.
Celia vio a un joven guapo de finos modales y de inmediato una voz en su interior le dijo que ese era el hombre indicado. Tres meses después de aquel primer encuentro decidieron contraer matrimonio, la ceremonia ocurrió el 13 de julio de 1858.
A pesar de eso, se casaron a una edad muy madura para la época, él tenía 35 años y ella 27. Tuvieron nueve hijos, pero cuatro fallecieron y las otras cinco eligieron la vida religiosa.
Era una familia santa. Una de sus hijas, Marie dijo una vez: “con papá y mamá nos parecía estar en el cielo”. También era un matrimonio que podía tener sus discusiones y diferencias, como cualquier otro, pero nada los separaba.
Las dificultades fueron muchas y muy duras, eran tiempos de crisis económica en Francia. Aun en medio de sus limitaciones, compartían lo que tenían con los más necesitados. “Su casa no fue una isla feliz en medio de la miseria, sino un espacio de acogida, comenzando por sus obreros”, señala su biografía.
Tuvieron que enfrentar la enfermedad, primero fue el tumor de Celia y luego el deterioro de la salud de Luis. El último gesto que vio santa Teresa del Niño Jesús de su padre, en la última visita que le pudo hacer, ya anciano y enfermo, fue su dedo que indicaba al cielo, como si quisiera recordar a sus hijas todo lo que su esposa y él les habían intentado inculcar desde niñas, según menciona un artículo de Alfa y Omega.