Suprimir un enfermo que pide la eutanasia “no significa en absoluto reconocer su autonomía y apreciarla”, sino al contrario, significa “desconocer el valor de su libertad, fuertemente condicionada por la enfermedad y el dolor, y el valor de su vida”.
Actuando de este modo “se decide al puesto de Dios el momento de la muerte”. Por eso, “aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador”.
El documento menciona algunos factores que limitan la capacidad de acoger el valor de la vida. El primero es un uso equívoco del concepto de "muerte digna" en relación con el de "calidad de vida", con una perspectiva antropológica utilitarista. En este caso, la vida se considera "digna" sólo en presencia de ciertas características psíquicas o físicas.
Un segundo obstáculo es una comprensión errónea de la "compasión". La verdadera compasión humana "no consiste en provocar la muerte, sino en acoger al enfermo, en sostenerlo", ofreciéndole afecto y medios para aliviar su sufrimiento.
Otro obstáculo es el creciente individualismo, que es la raíz de la "enfermedad más latente de nuestro tiempo: la soledad". Ante las leyes que legalizan las prácticas eutanásicas, "surgen a veces dilemas infundados sobre la moralidad de las acciones que, en realidad, no son más que actos debidos de simple cuidado de la persona, como hidratar y alimentar a un enfermo en estado de inconsciencia sin perspectivas de curación".
No al ensañamiento
El documento explica que “tutelar la dignidad del morir significa tanto excluir la anticipación de la muerte como el retrasarla con el llamado ‘ensañamiento terapéutico’”, que es posible gracias a los medios de la medicina moderna, que es capaz de "retrasar artificialmente la muerte, sin que el paciente reciba en tales casos un beneficio real".
Y por lo tanto, ante la inminencia de una muerte inevitable, "es lícito en ciencia y en conciencia tomar la decisión de renunciar a los tratamientos que procurarían solamente una prolongación precaria y penosa de la vida", pero sin interrumpir el tratamiento normal debido al enfermo.
En el tratamiento es esencial que el paciente no se sienta una carga, sino que "tenga la cercanía y el aprecio de sus seres queridos. En esta misión, la familia necesita la ayuda y los medios adecuados". Por consiguiente, es necesario, dice la carta, que los Estados “reconozcan la función social primaria y fundamental de la familia y su papel insustituible, también en este ámbito, destinando los recursos y las estructuras necesarias para ayudarla”.
El documento también aborda el caso de los niños que desde su concepción sufren malformaciones o patologías de cualquier tipo: "Son pequeños pacientes que la medicina hoy es capaz de asistir y acompañar de manera respetuosa de la vida".
La Carta explica que "en el caso de las llamadas patologías prenatales ‘incompatibles con la vida’ – es decir que seguramente lo llevaran a la muerte dentro de un breve lapso– y en ausencia de tratamientos capaces de mejorar las condiciones de salud de estos niños, de ninguna manera son abandonados en el plano asistencial, sino que son acompañados hasta la consecución de la muerte natural" sin suspender la nutrición y la hidratación.
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