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“Depongamos toda arma, de cualquier tipo”

By Redacción Marzo 06, 2023

Entre los títulos que el profeta Isaías atribuye al Mesías está el de «Príncipe de la paz» (9,5). Nunca como ahora hemos sentido un gran deseo de paz. Pienso en la martirizada Ucrania, pero también en tantos conflictos que están teniendo lugar en diversas partes del mundo. La guerra y la violencia son siempre un fracaso. La religión no debe prestarse a alimentar conflictos. El Evangelio es siempre Evangelio de paz, y en nombre de ningún Dios se puede declarar “santa” una guerra.

Allí donde reina la muerte, la división, el conflicto, el dolor inocente, nosotros no podemos más que reconocer a Jesús crucificado. Y en este momento quisiera que nuestro pensamiento se dirigiera precisamente a los que sufren. Vienen en nuestra ayuda las palabras de Dietrich Bonhoeffer, que en la cárcel donde estaba prisionero escribía: “Desde el punto de vista cristiano, unas navidades pasadas en la celda de una prisión no plantean ningún problema especial. En esta casa habrá posiblemente muchos que celebren unas navidades más auténticas y llenas de sentido que allí donde sólo se conserva el nombre de fiesta. El que la miseria, el sufrimiento, la pobreza, la soledad, el desamparo y la culpa tienen un significado muy diferente ante los ojos de Dios que en el juicio de los hombres; el que Dios se vuelve precisamente hacia el lugar de donde acostumbra a apartarse el hombre; el que Cristo nació en un establo, porque no hubo sitio para él en la hospedería, esto lo comprende un preso mucho mejor que cualquier otra persona, y para él significa una auténtica buena nueva” (Resistencia y sumisión, Sígueme, Salamanca 2001, 122).

Queridos hermanos y hermanas, la cultura de la paz no sólo se construye entre los pueblos y las naciones, sino que comienza en el corazón de cada uno de nosotros. Mientras sufrimos por los estragos que causan las guerras y la violencia, podemos y debemos dar nuestra contribución en favor de la paz tratando de extirpar de nuestro corazón toda raíz de odio y resentimiento respecto a los hermanos y las hermanas que viven junto a nosotros. En la Carta a los Efesios leemos estas palabras, que encontramos también en la oración de Completas: “Eviten la amargura, los arrebatos, la ira, los gritos, los insultos y toda clase de maldad. Por el contrario, sean mutuamente buenos y compasivos, perdonándose los unos a los otros como Dios los ha perdonado en Cristo” (4,31-32). Podemos preguntarnos: ¿cuánta amargura hay en nuestro corazón? ¿Qué es lo que la alimenta? ¿Qué es lo que causa la ira que muy a menudo crea distancias entre nosotros y alimenta rabia y resentimiento? ¿Por qué los insultos, en cualquiera de sus formas, se vuelven el único modo que tenemos para hablar de la realidad?

Si es verdad que queremos que el clamor de la guerra cese dando lugar a la paz, entonces que cada uno comience desde sí mismo. San Pablo nos dice claramente que la benevolencia, la misericordia y el perdón son la medicina que tenemos para construir la paz.

La benevolencia es elegir siempre la modalidad del bien para relacionarnos entre nosotros. No existe sólo la violencia de las armas; existe la violencia verbal, la violencia psicológica, la violencia del abuso de poder, la violencia escondida de las habladurías, que hacen tanto daño y destruyen tanto. Ante el Príncipe de la Paz, que viene al mundo, depongamos toda arma de cualquier tipo. Que ninguno saque provecho de la propia posición o del propio rol para mortificar al otro.

La misericordia también es aceptar que el otro pueda tener sus límites. Incluso en este caso, es justo admitir que personas e instituciones, precisamente porque son humanas, son también limitadas. Una Iglesia pura para los puros es sólo la repetición de la herejía cátara. Si no fuera así, el Evangelio, y la Biblia en general, no nos hubieran narrado los límites y los defectos de muchos de aquellos que hoy nosotros reconocemos como santos.

Por último, el perdón significa conceder siempre otra oportunidad, es decir, comprender que uno se hace santo a base de intentos. Dios hace así con cada uno de nosotros, nos perdona siempre, vuelve a ponernos siempre en pie y nos da aún otra oportunidad. Entre nosotros debe ser así. Hermanos y hermanas, Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón.

Toda guerra, para que se extinga, necesita del perdón. De lo contrario, la justicia se convierte en venganza, y el amor sólo se reconoce como una forma de debilidad.

Dios se hizo niño, y este niño, al hacerse grande, se dejó clavar en la cruz. No hay algo más débil que un hombre crucificado y, sin embargo, en esa debilidad se manifestó la omnipotencia de Dios. En el perdón obra siempre la omnipotencia de Dios. Que la gratitud, la conversión y la paz sean entonces los dones de esta Navidad.

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