“Monseñor, mi pregunta no es de tipo espiritual, sino que se refiere a la profecía de Jesús acerca de la destrucción de Jerusalén. ¿Cuándo y cómo se realizó lo que profetizó Jesús? Desde cuando éramos jovencitos, en algún sermón escuchábamos aquellas palabras de Jesús, refiriéndose a Jerusalén: “no quedará piedra sobre piedra”. ¿Qué sucedió realmente? Que Dios haga fructificar su trabajo y le agradezco la respuesta”.
Mario Araya L. - Cartago
Es verdad, estimado don Mario, que los tres Evangelistas Mateo, Marcos y Lucas recogieron y nos transmitieron esa dura profecía de Jesús. Le recuerdo el texto de Lucas: “Como algunos, refiriéndose al templo, le hicieron notar [a Jesús] su hermosura en piedras y exvotos dijo: vendrán días en que de todo esto que están viendo, no quedará piedra sobre piedra, todo será reducido a un montón de ruinas” (21, 5-6).
Como todos sabemos, en los tiempos de Jesús, el territorio que hoy corresponde a lo que es el Estado de Israel y al territorio que se les reconoce a los Palestinos (Gaza y Samaria), integraba una Provincia del Imperio Romano. Fue el general Pompeyo el Grande el que conquistó, en el año 63 antes de Cristo, ese territorio. Desde entonces, en Palestina, compartían el poder político el Gobernador Romano y los miembros de la Familia judía de los Herodes.
Los gobernadores romanos, vigilados por el poder central (en Roma), con frecuencia resultaron ser políticos sin suficiente aptitud y necesaria preparación para gobernar al pueblo judío, muy distinto y a la vez marcado por una identidad bien definida por su historia y religión. Con frecuencia debían enfrentar situaciones explosivas alimentadas por el sueño de una total independencia.
En la primavera del año 66 después de Cristo, bajo el Gobernador Gessio Floro, estalló una rebelión en la ciudad de Cesarea Marítima, en donde residía precisamente el Gobernador. La revuelta se extendió pronto a Jerusalén en donde los fanáticos Zelotas mataron a la entera guarnición romana. Pronto toda Palestina ardía en fuego y sangre. De todo ello, nos informa el historiador Flavio Josefo, judío que asumió el apelativo de Flavio, para expresar su aceptación de los conquistadores romanos. Su famosa obra, se titula justamente, la Guerra Judaica.
Los expertos acerca de esa época nos aseguran que las cifras de víctimas que nos da Flavio Josefo son “infladas”, pero no quitan nada a la trágica gravedad del enfrentamiento entre judíos y romanos.
Los soldados romanos se retiraron de los lugares más amenazados, concentraron sus tropas y esperaron refuerzos que “pronto” llegarían. Un general, capaz y valeroso, Vespasiano, que más tarde llegaría a ser Emperador, recibió el encargo de dirigir las tropas romanas. Así se emprendió la reconquista, empezando desde Galilea, la región más al norte. La lucha fue enormemente dura; los romanos sufrieron sangrientos reveses. Sin embargo, su número, su preparación unida a su organización y disciplina, acabaron por imponerse… En la primavera del 68 las tropas romanas llegaron a Jerusalén, y todo fue destrucción. El asedio duró dos años y fue cada vez más espantoso y cruel, mientras que, en el interior de la Ciudad, las facciones se enfrentaban y se eliminaban en una lucha fratricida.
En los primeros meses del año 70, el general Tito, quien había reemplazado a Vespasiano, ya Emperador, emprendió el asalto final. Barrio por barrio, Jerusalén fue conquistada en el curso de sangrientos combates. En los primeros días de julio, de ese año, la Fortaleza Antonia, entonces en manos de los judíos, fue conquistada y arrasada. Desde ese momento, la guerra se convirtió en una serie de sangrientas operaciones de desalojamiento, para llevar prisioneros a los que quedaban.
Del templo y de Jerusalén, no quedaban “piedra sobre piedra”, sólo ruinas.
En Roma se puede todavía hoy admirar el Arco del Triunfo de Tito, construido para conmemorar la victoria de Vespasiano y la suya propia. Un bajo relieve muestra la procesión triunfal del general vencedor (Tito) que entra en el Templo de la Paz romana, para que se deposite en él el botín arrebatado del Templo de Jerusalén. De ese modo el mobiliario del templo judío se convirtió en ornato de un templo pagano.
No cabe pensar que todo ese trágico final de Jerusalén con su templo sea consecuencia de un castigo de Dios causado por el rechazo de Cristo de parte de los responsables de su pueblo… Sin embargo, cabe pensar que, si su pueblo hubiese aceptado a Cristo y se hubiese convertido con cierta rapidez al cristianismo, ciertamente no hubiesen estallado tan frecuentes y peligrosos levantamientos en contra del poder romano, que en definitiva fueron la causa de la destrucción de Jerusalén y la sumisión más rígida del pueblo al poder del Conquistador.
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