No es justo considerar la frecuencia del sacramento de la Penitencia como una obligación, sino como la oportunidad para acoger un don, un regalo que el Señor nos ofrece y que tanto nos ayuda a crecer en el amor a Dios y al prójimo. Todo esto ha sido y está confirmado por la práctica de todos los santos: ellos se confesaban con mucha frecuencia. Es buen ejemplo y de auténtica edificación, saber que nuestro Papa San Juan Pablo II se confesaba cada semana y así San Pablo VI y San Juan XXIII.
Detengámonos, estimada Mercedes frente a Cristo, y en la luz que nos viene de Aquel Corazón traspasado que tanto ama a los pecadores, pronto y espontáneamente constataremos que muchos defectos y actitudes poco cristianas, a las que no dábamos importancia, nos causarán pena y profundo arrepentimiento y nos brotará espontáneo el suplicarle: “¡Señor, ten piedad de mí, pobre pecador!”, y nos sentiremos impulsados a la Confesión.
De ese modo irá creciendo la luz de Dios en nuestra mente y en nuestro corazón para no sólo conformarnos con ser “buenos cristianos”, sino, con renovado anhelo de mayor amor, con mayor intimidad para con Dios y con más sincera actitud de servicio y de comprensión hacia nuestros hermanos, particularmente hacia los más necesitados. La vida cristiana, más que una meta definida y claramente percibida, es un camino detrás y con Jesús, que habiéndonos amado nos amó hasta el extremo (cfr. Jn 13, 1).
Cuanto más vamos adelantando en este camino con Jesús y sintiéndonos acompañados por muchos y muchas hermanas que tienen los mismos anhelos, agradeceremos más y más, y siempre confiados en su misericordia, que Cristo, en la tarde de la Pascua, les dijera a sus Apóstoles: “mi paz les doy; reciban al Espíritu Santo, a los que perdonen los pecados serán perdonados” (Jn 20, 23).
Contemplando el Corazón traspasado de Jesús y sintiéndonos como sorprendidos por ese extraordinario poder que Cristo resucitado otorgó a sus Apóstoles y, entonces, a su Iglesia, vamos considerando el sacramento de la Reconciliación con la confesión de nuestros pecados, de todos ellos, como una maravillosa oportunidad para que Cristo, como el padre del hijo pródigo (cfr. Lc 15, 11-32) anime en nuestro corazón la fiesta, la de sentirnos amados y perdonados.
Después de todo esto que acabo de decirle, estimada Mercedes, estoy cierto que uno ya no puede afirmar que no sabe qué decirle al confesor… Acontece como en un cuarto cuando inesperadamente llega una fuerte luz, y así descubrimos el mucho polvo y otras posibles suciedades, que antes de que llegara esa luz no se percibían. Es por esa luz, la divina, que los santos siempre tenían de qué confesarse y de qué arrepentirse. Quien más ama, descubre que puede amar aún más, con un amor de más delicadezas, detalles y fidelidad.
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