La Iglesia reconoce así al Padre como “la fuente y el origen de toda la divinidad, el Principio sin principio, el Amor fontal”. Sin embargo, de Él, eternamente procede, es decir, brota y deriva el Espíritu Santo. He aquí como en la sencillez y el límite del lenguaje humano lo podemos describir (no comprender del todo): este “Alguien” a quien Jesús ha llamado “el Espíritu del Padre” y “el Espíritu mío”, en la intimidad de la vida divina, es la misma comunión del Padre y del Hijo. El Padre, eternamente se dice y se expresa en el Hijo, lo engendra y lo ama; el Hijo ama al Padre y se devuelve por amor (para decirlo de algún modo) al mismo Padre. Este amor, que Dios es, se expresa en la recíproca relación entre el Padre y el Hijo; se expresa como en un latido viviente, en un respiro viviente, que es precisamente el Espíritu Santo. Él es la intercomunicación del Padre y del Hijo y en sintonía con la Revelación, expresamos este mutuo y eterno darse amoroso entre el Padre y el Hijo, diciendo que el Espíritu Santo “procede del Padre y del Hijo”. Digámoslo con otras palabras: todo cuanto el Padre es y posee, se desborda, por medio de una eterna generación en el Hijo; y todo cuanto el Hijo recibe eternamente del Padre, lo devuelve amorosamente al Padre, y ese dar y recibir, da origen (es decir, hace que “proceda”) el Espíritu Santo. Es en este sentido que los Padres de la Iglesia llamaban al Espíritu Santo, Beso, ya que en el beso y por el beso se expresa la intercomunión entre Amante (el Padre) y el Amado (Hijo).
Este es nuestro “balbuceo”, estimado don Jorge, acerca de esa eterna y misteriosa “circulación de Amor” que es el Misterio Trinitario. No podemos “comprenderlo”, pero intuimos que ahí se nos revela también nuestra vocación, ya que “a imagen de Dios” hemos sido creados. Esto significa que cuanto más nos hacemos don, a imitación de cada una de las Personas de la Santísima Trinidad, más vamos realizándonos en lo que ha sido el “sueño” de Dios acerca de nosotros, creados por amor.