Todo cambió en 1617, cuando fue llamado al lecho de un amigo de la familia que estaba moribundo. A la hora de confesar a este hombre, bien conocido por sus aparentes virtudes y su fe, Vicente se encontró con multitud de pecados que aquel hombre no se había atrevido a confesar nunca por miedo y por vergüenza. Aquello le impactó y días después llamó a varios sacerdotes para invitar a todos los fieles de la zona a hacer confesión general. Durante horas, nobles y campesinos hicieron cola para confesarse tras escuchar el sermón del santo. De ahí nació la inquietud de Vicente por formar un grupo de misioneros de las zonas más abandonadas de Francia, lo que fue el embrión de la Congregación de la Misión.
Unos meses después, otra visita le transformó: la que realizó a una casa donde vivía hacinada una multitud de enfermos que se cuidaban entre ellos como podían. Al organizar a un grupo de mujeres para atenderlos sentó las bases para el nacimiento años después de las Hijas de la Caridad, que fundó junto a santa Luisa de Marillac.
Poco a poco fue dejando sus pretensiones eclesiásticas y mundanas para embarcarse en una aventura mucho más ambiciosa que unía lo material y lo espiritual, según el lema que adoptó a partir de entonces: «El Señor me envió a evangelizar a los pobres».
«La irrupción de san Vicente supuso una reforma considerable para una Iglesia en decadencia entonces en los aspectos más sociales», afirma Juan Manuel Buergo, presidente internacional de la Sociedad de San Vicente de Paúl. Con él, la Iglesia se hizo «más fraterna y acogedora con los humildes». Así, el santo fue «el precursor en la organización de la caridad colectiva y aprendió de los pobres lo que es el verdadero Evangelio», añade Buergo.
En 1619 fue nombrado capellán de las galeras de París y pidió para los condenados un trato más humano. Después viajó a Marsella de incógnito y quedó aturdido por las condiciones en las que vivían los presos. «Una verdadera imagen del infierno», dijo. A todos les ayudó como pudo en lo material mientras les hablaba de «vuestro Padre de los cielos que os ama y os bendice».
Su jornada empezaba a las cuatro de la madrugada para hacer tres horas de oración, a las que seguían interminables horas de trabajo. Envió al campo sacerdotes para aliviar la devastación material y espiritual que asoló Francia durante la guerra de los Treinta Años. También abrió casas por toda Europa y en América, hasta que tantos desvelos acabaron por perjudicar su salud de manera notable. La muerte le llegó el 27 de septiembre de 1660, después de haber bendecido a sus sacerdotes y religiosas, así como a los niños abandonados y a todos los pobres.
«Para Vicente de Paúl fue tan importante el aspecto asistencial como el espiritual», afirma Juan Manuel Buergo, sobre todo en una Iglesia «que entonces no tenía esa inquietud ante las nuevas pobrezas».