Dividido en tres partes, el documento analiza la misión evangelizadora de la Iglesia como madre y maestra; se detiene en los distintos sujetos que trabajan en el mundo escolar y analiza algunos puntos críticos en el contexto del mundo globalizado y multicultural de hoy.
La Iglesia es madre y maestra
En la primera parte del documento, titulada “Las escuelas católicas en la misión de la Iglesia”, se subraya que la Iglesia es “madre y maestra”: su acción educativa, por tanto, no es “una obra filantrópica”, sino una parte esencial de su misión, basada en ciertos principios fundamentales: el derecho universal a la educación; la responsabilidad de todos -en primer lugar de los padres, que tienen el derecho de elegir la educación de sus hijos con plena libertad y según su conciencia, y luego del Estado, que tiene el deber de hacer posible las diferentes opciones educativas en el marco de la ley- el deber de educar, que es específico de la Iglesia, en el que se entrelazan la evangelización y la promoción humana integral; la formación inicial y permanente de los profesores, para que sean testigos de Cristo; la colaboración entre padres y profesores y entre escuelas católicas y no católicas; la concepción de la escuela católica como “comunidad” impregnada del espíritu evangélico de libertad y caridad, que forma y se abre a la solidaridad.
En un mundo multicultural, también se recuerda “una educación sexual positiva y prudente”, un elemento no despreciable que los alumnos deben recibir al crecer.
Diálogo entre fe y razón
Arraigada en principios evangélicos que son, al mismo tiempo, “normas educativas, motivaciones interiores y metas finales”, la escuela católica -subraya la Instrucción- es la que pone a Jesucristo en el centro de la concepción de la realidad y practica el diálogo entre la razón y la fe para abrirse a la verdad y “dar respuesta a los interrogantes más profundos del alma humana que atañen no sólo a la realidad inmanente”.
Abierta a todos, especialmente a los más débiles en la perspectiva de “una profunda caridad educativa”, la escuela católica necesita educadores, tanto laicos como consagrados, que sean “competentes, convencidos y coherentes, maestros de conocimiento y de vida, iconos imperfectos pero no desvaídos del único Maestro”.
Profesionalidad y vocación, por tanto, deben ir de la mano para enseñar a los jóvenes la justicia, la solidaridad y, sobre todo, “la promoción de un diálogo que favorezca una sociedad pacífica”. Esto es más importante que nunca hoy en día, dado que “la escuela católica se encuentra en una situación misionera incluso en países con una antigua tradición cristiana” y, por tanto, su testimonio debe ser “visible, incontestable y consciente”.
Pero eso no es todo: la misión educativa de la Iglesia forma parte de un proyecto pastoral más amplio, el de estar “en salida” y “en movimiento”. Esta última será “en equipo, ecológica, inclusiva y pacificadora”, es decir, partirá de la colaboración de cada persona; contribuirá al equilibrio con uno mismo, con los demás, con la Creación y con Dios; incluirá a todos y generará armonía y paz.
La escuela católica tiene también la tarea de educar en la “cultura del cuidado”, para transmitir aquellos valores basados en el reconocimiento de la dignidad de cada persona, comunidad, lengua, etnia, religión, pueblo y todos los derechos fundamentales que de ello se derivan.
La identidad católica
La segunda parte del documento está dedicada a “Los sujetos responsables de la promoción y verificación de la identidad católica”. Partiendo de la base de que “todos tienen la obligación de reconocer, respetar y testimoniar la identidad católica de la escuela, oficialmente recogida en el proyecto educativo”, subraya la importancia de proteger sus principios y valores, incluso con “la sanción consecuente de las transgresiones y delitos, aplicando rigurosamente las normas del derecho canónico y del derecho civil”.
Los alumnos, prosigue, son “sujetos activos del proceso educativo”: hay que responsabilizarlos de seguir el programa y guiarlos para que “miren más allá del horizonte limitado de la realidad humana”, logrando una síntesis entre fe y cultura.
Al mismo tiempo, se recuerda que “los primeros responsables de la educación son los padres, que tienen el derecho y la obligación moral de educar a sus hijos”, con los medios e instituciones elegidos libremente y según la conciencia, y en estrecha colaboración con los profesores. Estos últimos, por su parte, con su profesionalidad y su testimonio de vida, deben hacer que la escuela católica realice su proyecto educativo.