Fue jueves ese 3 de marzo. El Parque Metropolitano La Sabana parecía un hormiguero. Una multitud de personas se agolpaban para estar lo más cerca posible del Papa Juan Pablo II, quien esa mañana presidiría la primera Eucaristía en tierras centroamericanas.

Hacía un calor insoportable. El Papa concelebraría con todos los obispos del país, los prelados pontificios que le acompañaban desde Roma y sacerdotes representantes de las diócesis y congregaciones religiosas presentes en el país. Entre las misas solemnes, ésta en particular tenía una relevancia máxima.

Desde hacía semanas los preparativos para recibir al Papa eran supervisados en persona por Monseñor Román Arrieta Villalobos, entonces Arzobispo de San José, quien se esmeró en cada detalle y delegó a personas de su confianza la responsabilidad de que todo saliera bien.

Como es costumbre, para la Eucaristía se necesitaban personas que cubrieran distintos servicios, uno de ellos, en extremo delicado, era la asistencia al Papa durante la celebración de la Misa.

Para ello se escogió a cinco seminaristas, representantes de las diócesis del país, a fin de que sirvieran como acólitos asistiendo al Pontífice.

El Vicariato Apostólico de Limón para entonces tenía muy pocos jóvenes -apenas tres- en el Seminario Central de Paso Ancho, como se le llamaba entonces al actual Seminario Nacional Nuestra Señora de los Ángeles.

Por eso fue una enorme alegría para el joven Luis Enrique Madrigal cuando le avisaron que había sido escogido como acólito del Papa. Cursaba entonces el quinto año de formación para la vida sacerdotal y avanzaba en su proceso de discernimiento vocacional.

Aquella sorpresa pronto se convirtió en una enorme responsabilidad. Lo primero era cumplir con todos los requerimientos impuestos por el protocolo y la liturgia. Uno de ellos era usar sotana, algo que Luis Enrique jamás había imaginado en su vida.

Corrió a pedir una prestada y así llegó a La Sabana aquella mañana. Sudaba del calor y de la congoja cruzando muy temprano el parque hasta la sacristía que se había improvisado, lugar donde hasta el propio Papa se iba a revestir para la Eucaristía.

Sobre la sotana el alba, y sobre el alba el sol que no dejaba de brillar, pero aquello era lo mínimo a la par de la oportunidad que tenían aquellos seminaristas de estar tan cerca del Santo Padre.

“Era una sacristía amplia, cuando llegó el Papa por una puerta a mano derecha pasó y nos saludó uno a uno, nos dio la mano… fue una experiencia muy interesante de una sensación que no se puede describir, sentía uno algo por dentro, él transmitía una paz, fue algo inexplicable”, recuerda el Padre Luis Enrique, hoy párroco en María Auxiliadora, Roxana de Guápiles, Diócesis de Limón.

“El Papa llegó y saludó también a los obispos, se revistió, hicimos la fila para salir en procesión y estuvimos muy cerca de él durante la Misa, asistiéndolo en lo que necesitaba, cuando terminamos volvimos en procesión y nos pusimos de nuevo en posición, pasó de nuevo agradeciéndonos el servicio, de nuevo uno a uno nos dio la mano y nos regaló un rosario”, explicó.