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El Santo Rosario en la Sagrada Escritura

By P. Charbel EL ALAM / Orden Libanesa Maronita Julio 29, 2022

El santo Rosario se destaca por ser una de las oraciones más difundidas y queridas dentro de la devoción popular, es una oración apreciada por numerosos Santos y fomentada por el Magisterio. El Rosario ha gozado de gran estima entre los santos Padres y han subrayado su valor en múltiples circunstancias: Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco. Es de alta relevancia mencionar las dos cartas apostólicas: Marialis Cultus de Pablo VI, publicada el 2 de febrero de 1974, y Rosarium Virginis Mariae promulgada por Juan Pablo II el 16 de octubre del 2002.

Es fundamental destacar que esta oración es propiamente bíblica como se relatará a continuación.

 

El Padrenuestro

 

Esta oración, según narra el evangelista Lucas, responde a la petición de los discípulos de Jesús: “uno de sus discípulos le dijo Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos” (Lc 11, 1). Pues, a esta pregunta, que casi pudo parecer ingenua, Jesús respondió, y su respuesta, salida de su misma boca, resumió lo esencial de su doctrina y fue la más sublime y más completa plegaria que jamás hayan murmurado labios humanos.

El Padrenuestro se reza al inicio de cada misterio, “repitiendo las mismas palabras” que el mismo Señor Jesucristo pronunció.

 

El Avemaría

 

Esta oración será desarrollada disyuntivamente

“Alégrate, llena eres de gracia, el Señor es contigo”: El inicio del Avemaría consiste en utilizar las mismas palabras con las que el ángel saludó a la Santísima Virgen María en el momento de la Anunciación: «El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1, 28).

“Llena de gracia” -en el original griego kecharitoméne- es el nombre más hermoso de María, un nombre que le dio Dios mismo para indicar que desde siempre y para siempre es la amada, la elegida, la escogida para acoger el don más precioso, Jesús, "el amor encarnado de Dios" (Deus caritas est, 12).

“Bendita eres entre todas las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre”: Dice el evangelista Lucas que Isabel llena del Espíritu Santo exclamó «¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre!» (Lc 1, 42). Jesús acaba de comenzar a formarse en el seno de María, pero su Espíritu ya ha llenado el corazón de ella, de forma que la Madre ya empieza a seguir al Hijo divino: en el camino que lleva de Galilea a Judea es el mismo Jesús quien "impulsa" a María, infundiéndole el ímpetu generoso de salir al encuentro del prójimo que tiene necesidad, el valor de no anteponer sus legítimas exigencias, las dificultades y los peligros para su vida. Es Jesús quien la ayuda a superar todo, dejándose guiar por la fe que actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6).

“Santa María, Madre de Dios”: En el mismo contexto de la visitación de Nuestra Señora a Santa Isabel, ella es la primera en reconocerla como la Madre de Dios: «¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme?» (Lc 1, 43). Es este, además, el primer título con el que se veneró a María en la naciente Iglesia, quedando confirmado como dogma en el concilio de Éfeso (año 431), mismo lugar donde según la tradición se trasladaron a vivir María y el apóstol san Juan después de Pentecostés.

“Ruega por nosotros, pecadores”: Juan relata en el segundo capítulo de su evangelio, como María en las bodas de Caná al acabarse el vino en la fiesta, Ella clamó para que su Hijo realizará el signo, adelantando así su hora (Cfr. Jn 2, 1-11). Ella es la intercesora entre Jesucristo y los hombres, ella es quien despierta de manera más dinámica la bondad de Dios, ella es el camino que conduce al Camino, la luz que guía a la Luz, ella es quien da vida a la Vida, en resumen, ella es la madre de la Iglesia.

“Ahora y en la hora de nuestra muerte”: “Junto a la cruz de Jesús, estaba María su madre…» (Jn 19, 25). María fue de las pocas personas que acompañaron a Jesús en el momento más agónico de su vida terrenal. Ella, como Madre amorosa que es, acompañó a su Hijo en su angustiosa y dolorosa pasión. El manto maternal de María está siempre dispuesto a abrazar a sus hijos, especialmente en los momentos de angustia y desolación; en los instantes donde es difícil percibir la compañía de Dios, justo cuando se experimenta la soledad, al igual que el mismo Cristo la vivió cuando exclamó: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46).

Pero para ser apóstoles del Rosario, es necesario experimentar personalmente la belleza y profundidad de esta oración, sencilla y accesible a todos. Es inevitable ante todo dejarse conducir de la mano por la Virgen María a contemplar el rostro de Cristo: rostro gozoso, luminoso, doloroso y glorioso. Quien, como María y juntamente con ella, conserva y medita asiduamente los misterios de Jesús, asimila cada vez más sus sentimientos y se configura con él.

El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, es una oración centrada en la cristología. En la sobriedad de sus partes, concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un compendio. Juan Pablo II

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