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Padre Antonio van Bakel: servidor de todos

By Alejandro J. Espinoza Espinoza - Parroquia San Pablo Apóstol, Heredia Octubre 28, 2022

A doce años de su partida...

En el mes de octubre de 2010 y corriendo el día 14, la Parroquia San Pablo Apóstol, en Heredia, se llenó de júbilo por tener la gran bendición de Nuestro Señor de poder celebrar el 65° aniversario de vida sacerdotal del Padre Antonio. Y fue justamente en ese mismo mes, quince días después, que cerraba sus ojos para este mundo y los abría para experimentar de manera plena la gloria y el amor de Dios; aquel mismo amor que nunca se cansó de proclamar en el ambón y de reflejar en su vida.

¿Motivo de dolor para quienes lo amamos? Humanamente sí. El hombre que despedíamos no era solo un sacerdote de la comunidad; para muchos de nosotros era, además, un papá, un amigo, un consejero, un apoyo incondicional, y una persona valiente e incansable, testimonio invaluable en el auxilio de los más necesitados. Mas, a pesar de esto, la fe en Jesucristo resucitado nos llevó a creer que aquella gran celebración por el aniversario sacerdotal del Padre Antonio se quedaba corta, en extremo, frente a la celebración en el Cielo por recibir a este hijo de Dios, que aun con la humildad que lo caracterizaba pudo decir “Señor: misión cumplida”.

El Padre Antonio María van Bakel Verdonkschot CM, había nacido en Holanda en el año 1919, el 5 de julio, memoria de San Antonio María Zaccaría (de ahí su nombre). Realizó la primaria con los hermanos de La Salle, y la secundaria en el Seminario Menor diocesano y luego con el Seminario Menor de los Padres Vicentinos, donde posteriormente tuvo su formación sacerdotal hasta su ordenación el 14 de octubre de 1945. A partir de aquí el Padre Antonio se desempeñó en diversos ministerios, en varios países.

Con respecto a su venida a Costa Rica, recuerdo que el Padre me contó que un sacerdote, compañero suyo, fue designado para venir a nuestro país, pero tenía a sus padres muy enfermos y sufría internamente por dejarlos solos, por lo que él se ofreció a venir aquí en su lugar. Así llegó a Costa Rica por primera vez el 2 de julio de 1955. En 1964 fue enviado a Curaçao por nueve años, hasta que le concedieron el “deseo personal” de regresar a “la tierra de los ticos”.

Al llegar de nuevo a nuestro país trabajó en la Universidad Nacional y colaboraba en la Parroquia de Santo Domingo de Heredia. Al pensionarse, el Pbro. José Ángel Durán Guzmán (qdDg), Cura Párroco de San Pablo en ese momento, le solicitó a Mons. Román Arrieta Villalobos, entonces Arzobispo de San José, que nombrara al Padre Antonio como coadjutor de esa Parroquia; así sucedió. Y, por casi treinta años brindó el más grande y, a la vez, humilde servicio a nuestra comunidad. No por nada quisimos que continuara cerca de nosotros y, gracias a la gestión del Pbro. Walter Arce Ulate, nuestro Cura Parróco al momento de su muerte, el cuerpo del Padre Antonio fue sepultado solemnemente en los jardines del Templo.

“Mirando hacia atrás -decía el Padre- veo la mano de Dios en mi vida. Dios de una manera misteriosa me ha mantenido con su mano en los momentos críticos y difíciles, que no han faltado. Estas cosas se van descubriendo poco a poco, a través de los acontecimientos y encuentros con diferentes personas. Y la experiencia en Costa Rica me ha enseñado a relativizar los hechos: aceptar y dejarse absorber por otra cultura. Este fenómeno se dio más que todo en la convivencia con los pableños. En San Pablo siento que me he realizado. El carácter dulzón del tico, sobre todo de los pableños, me resultó atractivo, ya que son acogedores y espontáneos”.

Un dato sumamente interesante es que desde 1984 y hasta poco antes de su muerte asistió al Seminario Mayor, cada semana, para “actualizar el conocimiento bíblico”, de manera especial en la clase de Nuevo Testamento que impartía el Padre Víctor Hugo Munguía Castro, a quien siempre quiso y admiró profundamente. ¿Quién de entre los que tuvimos el privilegio de conocer al Padre Antonio no recuerda lo sencillo, pero a la vez hermoso y profundo de sus homilías? ¿Quién de nosotros no recuerda el amor y la devoción con los que celebraba la Santa Misa, y la ternura y la comprensión con las que nos escuchaba en la Confesión?

Personalmente al Padre Antonio le debo muchísimo, como el deseo de formación, el celo por lo sagrado, el amor por la Eucaristía, el gusto por la enseñanza, así como su apoyo en la dificultad, sus bromas y su cariño; y, de manera peculiar, dos cosas: aprender de él a decir, junto a su padre San Vicente, que “los pobres son nuestros maestros”, a quienes se entregó en forma especial; y su testimonio de entrega y sacrificio en sus 91 años de vida, sobre todo en los últimos, cuando pude servirle como sacristán en San Pablo.

Nunca he dudado de haberme encontrado, al estar junto a él, en presencia de un santo, a quien ya desde el momento mismo de su muerte, hace doce años, he pedido con fe su intercesión. Su fotografía siempre está sobre mi escritorio -casualmente una que me obsequió diciéndome “para que vea que sí sonrío en algunas fotos”, en contraste con su habitual semblante serio-; su fotografía sobre mi escritorio, pero su recuerdo y su cariño siempre en el corazón.

Doce años después, no me canso de decir, por todo, ¡gracias querido Padre Antonio!

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