En efecto, Dios se comunica con el ser humano y la historia de la salvación es la auto comunicación progresiva de Dios a la humanidad, que llega a su culmen en Cristo Jesús. “Dios Padre, en el Verbo hecho hombre, quiere participar a todos su misma vida: quiere comunicarse, en definitiva, a sí mismo.”[2]
Pero ¿Cómo se comunica Dios con nosotros? Este diálogo nos recuerda nuevamente el Concilio, “se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas.”[3]
Dios, en su Espíritu, se abre al hombre, pero resulta asombroso que este último sea creado como sujeto capaz de interpretar y acoger esa comunicación divina, por lo que, podríamos decir que la comunicación comporta una “espiritualidad” pues la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación - comunicación en Cristo: “Él ha conquistado con su sangre muriendo sobre la Cruz, y nos introduce en la vida íntima de la Trinidad, que es comunicación continua y circular de amor perfecto e infinito entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo”.[4]
Al mismo tiempo, “el Verbo encarnado nos ha dejado el ejemplo de cómo comunicarnos con el Padre y con los hombres, sea viviendo momentos de silencio y de recogimiento, sea predicando en todo lugar y con todos los lenguajes posibles. Él explica las Escrituras, se expresa en parábolas, dialoga en la intimidad de las casas, habla en las plazas, en las calles, en las orillas del lago, sobre las cimas de los montes.”[5]
Desde nuestra opción de fe, inspirados en la comunicación del Padre y animados a imitarle: “Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto” (Cf., Mateo 5,38-48), conocemos que el amor debe ser el núcleo de la comunicación y su exigencia moral fundamental es el respeto a la dignidad humana y el servicio a la verdad.
[1] Dei Verbum, n.2
[2] JUAN PABLO II, AUDIENCIA GENERAL, 26 de agosto de 1998
[3] Dei Verbum, n.2
[4]Juan Pablo II, El rápido desarrollo, n.6
[5] Ídem