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La mirada perfecta de Cristo

By P. Charbel El Alam - Orden Libanesa Maronita Junio 04, 2023

“Y ahora, Señor, acuérdate de mí y mírame. No me condenes por mis pecados, mis inadvertencias y las de mis padres. Hemos pecado en tu presencia” (Tobías 3,3). Existe un dicho popular acerca de que los ojos son las ventanas del alma, y es porque en ellos se reflejan las intenciones profundas que habitan en una persona. Son incontables los tipos de miradas: de admiración, de compasión, de amor, de envidia, de resentimiento, de respeto, de ternura… y funcionan como vías de comunicación no verbal entre dos seres; un cruce de miradas puede llegar a ser como un candil que alumbra el alma y muestra su influjo espiritual.

Es la mirada que nos llama: Jesús en su naturaleza humana era en apariencia un hombre bastante común, “Trabajó con manos del hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre”, sin embargo en su divinidad, se desbordaba el Espíritu Santo a través de sus ojos de una manera tan contundente, que todo aquel que se topaba con su mirada quedaba desnudo en mente y alma, pues no había nada que el Señor no supiera de su vida. Esto es lo que le sucedió a Pedro en más de una ocasión, las miradas de Jesús y de Pedro se cruzaron muchas veces: “Jesús, fijando su mirada en él, le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas” - que quiere decir, “Piedra” (Juan 1, 42). Así, mirándolo, le reveló al humilde pescador su nueva misión como apóstol y Columna de la Iglesia. 

 

Es la mirada que nos corrige: En tiempos de Jesús, como en la actualidad, existían hombres y mujeres que desafiaban o cuestionaban al Maestro, vivían como aturdidos y en confusión. “Jesús, fijando en él su mirada, le amó y le dijo: ‘Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme’” (Marcos 10, 21).

Al cruzarse con aquellos fanales llenos de amor y de perdón, encontraban la respuesta: la mirada del Señor abraza al hombre caído, sacándolo de las profundidades de un infierno de error, vergüenza, ruina o traición; la mirada del Señor traspasa el muro de miedo que yace dentro de la creatura.

Es la mirada que nos contrista: El Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro las palabras del Señor, cuando le dijo: “Antes que cante hoy el gallo, me habrás negado tres veces” (Lucas 22, 61). ¿Qué sintió Pedro cuando el Señor lo miró fijamente? Pecador perdonado, pecador amado, pecador resucitado. Una mirada que impactó el corazón de Pedro, la mirada luminosa de Jesús invadió su ser y su corazón, fue suficiente para que Simón llorara amargamente de arrepentimiento. Pedro, que había prometido fidelidad absoluta, experimenta la amargura y la humillación de haber negado a Cristo; el jactancioso aprende, a costa suya, la humildad. También Pedro tiene que aprender que es débil y necesita perdón. Cuando finalmente se le cae la máscara y entiende la verdad de su corazón débil de pecador creyente, estalla en un llanto de arrepentimiento liberador. Tras este llanto ya está preparado para su misión. Nosotros como creyentes, con nuestros actos, podemos entristecer y causar dolor al Señor; ante nuestras faltas, la mirada de Jesús nos guía como un faro recordándonos que Él conoce nuestro corazón y nunca rechaza a uno que esté compungido y humillado. Pero el Señor dijo a Samuel: “La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Yahveh mira el corazón” (I Samuel 16, 7).

La mirada de Jesús es siempre una oportunidad y una propuesta vitalicia de amistad. Una mirada herida, porque el amor nunca es indiferente ante la infidelidad, pero sobre todo es una mirada acogedora y compasiva, porque la caridad «no toma en cuenta el mal recibido» (I corintios 13, 5).

Es la mirada que nos salva:  La mirada desde la Cruz es de las más significativas de Jesús, pues contempla todas las dimensiones de la vida de cada cristiano con un propósito muy puntual y definido: “Cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32).

Su última mirada fue una mirada disponible, ejecutando lo que siempre proclamó: el amor y el perdón incondicional de Dios, su obediencia plena a la causa del Padre y el cumplimiento de Su Voluntad.

Ahora es tiempo de reflexionar en una pregunta profunda y personal: ¿Cómo lo miraré yo a Él?: ¿Acaso será una mirada de iluminada esperanza como el Buen Ladrón, ante Aquel a quien deseo entregar mi espíritu al expirar? ¿Le brindaré miradas de indiferencia o desdén como Simón de Cirene, a quien obligaron a llevarle la Cruz? ¿Seré capaz de mirarlo cuestionando su bondad o interpelándolo como el ladrón crucificado a su izquierda? ¿Será mi mirada fiel y constante, permaneciendo en la fe, como Juan el discípulo amado? ¿Lo miraré como María Magdalena, agradecida en plenitud por los incontables prodigios con los que me ha bendecido? O acaso, será mi mirada como la de su Mamá: mirada de pureza, un Sí silencioso, ¿guardando todo en el corazón y esperando en Sus promesas?

Es difícil encontrar una referencia más elocuente para todas las situaciones en las que vemos al Salvador actuar, que el icono de la mirada perfecta de Jesús: llamando, amando, corrigiendo, perdonando, redimiendo. Habíamos sido víctimas de una visión equivocada de Dios, Dios no nos está mirando para vigilarnos o para castigarnos, sino que Su contacto visual nos abraza íntimamente para salvarnos. “Echamos ahora una mirada al corazón de Jesús, que al morir fue traspasado por la lanza del soldado romano. Sí, su corazón está abierto por nosotros y ante nosotros; y con esto nos ha abierto el corazón de Dios mismo” Benedicto XVI.

 

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