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¡Mi Evangelio!

By Mons. Vittorino Girardi S. Enero 14, 2021

En el Nuevo Testamento encontramos una expresión que justamente nos sorprende y que, por eso, nos invita a la reflexión. Es la siguiente: MI EVANGELIO. Se trata de una afirmación inesperada porque el Evangelio es de Dios, de Cristo, no es posesión “privada” de nadie, como lo afirma, con tono desafiante, San Pablo: “sea que nosotros mismos, sea que un ángel del cielo les predique un Evangelio distinto del que les hemos predicado, sea anatema” (Gal 1, 8), y aquí “anatema” equivale a “maldito”.

Sin embargo, es el mismo San Pablo, ya en la carta a los tesalonicenses, que en orden de tiempo es el primer escrito del Nuevo Testamento, quien introduce la expresión: “nuestro Evangelio”, para afirmar que no se había difundido entre aquellos primeros cristianos sólo por medio de la predicación, sino, con poder y con Espíritu Santo (cfr. 1 Tes 1, 5).

Pablo dice nuestro, porque en la predicación del Evangelio acontece, y debe acontecer, una particular asimilación de parte de quien lo anuncia.

Hay más. En la carta a los efesios, Pablo escribió: “a mí, el menor de todos los fieles ha concedido Dios la gracia de evangelizar a los gentiles, las insondables riquezas de Cristo” (Ef. 3, 8). El Apóstol afirma que el Evangelio le ha sido revelado a él, de manera clara y plena y que, entonces puede afirmar que es suyo.

En otros escritos paulinos encontramos expresiones aún más fuertes. En la Carta a los romanos escribe: “Todo esto lo veremos en el día en que Dios, por medio de Jesucristo, conforme a mi Evangelio, juzgue las acciones ocultas de los hombres” (Rom 2, 16). Y más adelante: “Al que tiene poder para confirmar según mi Evangelio, el mensaje de Jesucristo” (Rom 16, 25).

En la carta a Timoteo, San Pablo vuelve a su tono tan personal y le exhorta diciéndole: “Acuérdate de Cristo Jesús, del linaje de David, que vive resucitado de entre los muertos, como enseño en mi Evangelio, por causa del cual sufro hasta ser encadenado como un malhechor” (2 Tim 2, 8-9)…

El Evangelio se ha tornado de Pablo; es realmente suyo, también porque él ha sufrido por el Evangelio, y así éste se ha identificado con él.

Dios quiere que la comunicación del Evangelio pase por la apropiación personal de parte de quien lo anuncia y lo testimonia. Es por eso que San Pablo puede designar el Evangelio como suyo propio y repetir “mi Evangelio”.

 

El Papa de la alegría

 

Cuando me acerco y quiero asimilar lo que nos está comunicando nuestro Papa Francisco, ya con el magisterio impactante de “sus gestos”(recordemos, por ejemplo, el beso de los pies de los líderes en conflicto de Sudán del Sur) como con el magisterio de su Palabra, siento que él mismo puede hacer suya la expresión de San Pablo. Como él, el Papa Francisco nos anuncia su Evangelio. Obviamente, se trata del único Evangelio de Cristo, pero que ha sido integrado en su propia vida, y lo anuncia a través de ella, marcada, (¡a pesar de todo!) por la alegría, que no es en absoluto superficial o pasajera, sino interior, serena y duradera.

Baste recordar algunas expresiones muy propias de su primer y programático documento, la exhortación Evangelii Gaudium (el Gozo del Evangelio).

Desde el comienzo de su pontificado nos insistía:

“No nos dejemos robar el entusiasmo misionero” (80).

“No nos dejemos robar la alegría de la evangelización” (83).

“No nos dejemos robar la esperanza” (86).

“No nos dejemos robar la comunidad” (92).

“No nos dejemos robar el Evangelio” (97).

“No nos dejemos robar el ideal del amor fraterno” (101).

“No nos dejemos robar la fuerza misionera” (109).

Durante estos casi ocho años de pontificado, nos hemos ido enterando de varios títulos con que el pueblo cristiano y los medios de comunicación van refiriéndose a nuestro Papa Francisco, sin embargo, creo que el título más apropiado debe ser el “Papa de la alegría”. Él mismo lo ha propiciado inclusive con los títulos de sus documentos, desde el Gozo del Evangelio, la Alegría del Amor, a Alégrense y regocíjense…

Con su tercera Encíclica Fratelli Tutti (Hermanos todos), nos está diciendo, “gritando”, diría yo, que la verdadera alegría sólo es posible manteniendo y perseverando heroicamente en la lucha para acercarnos, cuanto más sea posible a lo que él mismo llama “el ideal del amor fraterno”.

 

Valentía de amar sin límites

 

Su Evangelio, el del Papa Francisco, es Evangelio de la alegría, pero que no excluye sus reacciones indignadas, ni las palabras fuertes, cuando se encuentra con situaciones en que constata el trágico “descarte”, de lo que es lo más precioso a los ojos de Dios, los pobres, los marginados, los migrantes, víctimas del tráfico de personas…

Al respecto me resuenan dentro unas expresiones de su homilía en Lampedusa, una isla muy en el sur de Italia.

Hacía poco que el cardenal Jorge Bergoglio había sido elegido Papa (2013) y -como él mismo lo dijo- de los periódicos aprendió que “las barcas que debían llevar a la esperanza llevaron a la muerte”, ya que se habían hundido en la mar Mediterránea cargadas de migrantes… No era la primera vez que eso acontecía.

Apenas pudo, se fue a esa isla, y con un tono que llegaba, lleno de conmoción, desde muy dentro, celebró una liturgia penitencial. En ella afirmó que el hombre cuando se aparta de Dios es un hombre desorientado que ha perdido su lugar en la creación, porque cree que puede volverse poderoso, que puede dominar todo, que puede ser… Dios. Si la armonía se rompe el hombre se equivoca y esto se repite también en la relación con el otro, que ya no es el hermano al que hay que amar, sino, sencillamente el otro que me molesta, que estorba a mi vida, mi bienestar… y Dios nos dirige la otra pregunta, la que le dirigió a Caín: ¿Dónde está tu hermano? […] El sueño de ser grande como Dios, lleva a una cadena de muertes, ¡conduce a derramar la sangre del hermano!

Cuando el Papa Francisco estaba dando su homilía en Lampedusa, circunstancialmente me encontraba en Italia y le pude escuchar. ¡No olvido aquella homilía!

El Evangelio del Papa Francisco es el Evangelio de Jesús, que invita a la alegría como él mismo lo expresó a sus Apóstoles en la Cena de la primera Eucaristía: “todo esto se lo digo para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea colmada” (Jn 15, 11). Pero, no puede ser el Evangelio de la alegría si no es a la vez el Evangelio de la fraternidad sin exclusiones, del mandamiento que Jesús presentó insistentemente como su mandamiento: “este es mi mandamiento” (Jn 15, 12); “en esto los conocerán como mis discípulos, si se aman como yo los he amado” (Jn 13, 35).

Ha sido en la luz del mandamiento del amor, que el Papa Francisco , allá en Lampedusa lanzó otra pregunta: “¿Quién ha llorado por estas personas que han perdido la vida, ahogadas en la mar? Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia de llorar, del “padecer con”. ¡La globalización de la indiferencia nos ha quitado la capacidad de llorar!... Pidamos al Señor -concluyó el Papa- la gracia de llorar sobre nuestra indiferencia, sobre la crueldad que hay en el mundo, en nosotros, pidamos perdón por la anestesia que se ha instalado en nuestro corazón. Dejemos resonar fuerte en nuestro corazón la pregunta de Dios: ¿Qué has hecho de tu hermano?”

Cuando en la última encíclica de nuestro Papa, Fratelli Tutti, me encuentro con su insistencia en la propuesta de una hermandad sin fronteras, me brota espontáneo aplicarle lo que San Pablo decía de sí mismo: “este es mi Evangelio”. El de nuestro Papa Francisco, su Evangelio, es el “de la alegría y de la valentía de amar sin límites”.

 

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