Caminar juntos es la antítesis de los clericalismos paralizantes, es asumir cada uno la identidad y la vocación propias a las que ha sido llamado desde el bautismo, es sentir como propia la responsabilidad sobre la marcha de la misión evangelizadora, es saberse, como Iglesia, discípulos misioneros de la vida y de la persona de Jesucristo resucitado.
Y a partir de este convencimiento, el proceso sinodal nos lanza la gran pregunta sobre cómo estamos construyendo esta Iglesia, de qué modo ya en la práctica cotidiana de las diócesis, las parroquias y las mismas familias, caminamos juntos haciendo presente en todo y dando testimonio de existencias transformadas en el amor de Dios.
Desde luego que no todo es perfecto, por el contrario, la invitación a reflexionar sobre la sinodalidad se da precisamente por una carencia de ella, advertida y puesta en oración por el Papa Francisco, quien la impulsa como norte de la Iglesia para responder a los desafíos del tiempo presente.
La tercera parte de la pregunta apela directamente al discernimiento: cuáles son los pasos -agregaríamos: actitudes, acciones o renuncias- a las que el Espíritu Santo nos llama para crecer en nuestro caminar juntos. Aquí lo fundamental es pedir claridad y docilidad, es decir, no solo implorar el Espíritu, sino dejarlo actuar, aunque ello represente en algunos casos desarreglo e incomodidad en el confort en que podríamos haber convertido nuestra vida y servicio en la Iglesia.
Decíamos que la sinodalidad es propuesta por el Papa como respuesta a los desafíos actuales, uno de ellos, sino el que más en este momento, es la paz.
Somos víctimas-testigos directos y permanentes de violencia a todo nivel y en todas sus expresiones. Desde la violencia simbólica, cultural, la económica y semántica, a través de los medios de comunicación y en especial las redes sociales, con descalificaciones y ataques permanentes, expresiones de odio y rechazo, hasta los actos de la peor violencia diabólica que podamos imaginar, con guerras, matanzas, asesinatos, secuestros, pleitos, disputas, amenazas y extorsiones cotidianas.
Todo ello repercute en la familia y en las relaciones que se proyectan desde ella hacia todos los ámbitos sociales. La Iglesia no está exenta de esta creciente violencia, que en muchos ambientes se traduce precisamente en la imposibilidad de caminar juntos, de dejar de lado los egos y vanidades para ver el bien en los demás y permitir que asuman también su parte de responsabilidad en la vida de la Iglesia a todo nivel.
Por eso pensamos que un fruto de la conciencia sinodal debe de ser la paz, paz en el corazón, paz en las familias, paz en los trabajos, paz en las calles y paz en las estructuras de la Iglesia, una paz, que, como fruto de la Pascua, nos acerque, nos haga vernos como hermanos, derribando barreras y exclusiones que por tanto tiempo han creado castas donde siempre debió existir comunidad.
Por esto y por muchas otras razones es importante adherirnos al proceso sinodal, es una oportunidad de lujo que se nos ofrece a los creyentes para proponer y ser parte de nuevos caminos animados por el Espíritu Santo, en la construcción de una Iglesia cada vez más semejante a su Cabeza y Fundador.
Que el Señor nos ayude y nos permita ser herramientas útiles en sus manos, para que esta inquietud que ha nacido en el seno de la Iglesia sea levadura que transforme, en el tiempo y la forma que Él quiera, la vida y las relaciones de todos los seres humanos. Que seamos capaces de construir entendimiento y amor para caminar juntos, en participación, comunión y misión. Así sea.