La Sagrada Escritura nos ofrece una visión respetuosa de la vejez. En el libro del Levítico, Dios manda claramente: “Ponte de pie ante las canas y honra al anciano” (Lev 19,32). No se trata solo de una actitud cultural del pasado, sino de una verdad revelada: la edad avanzada merece reverencia. Los adultos mayores son, a menudo, los portadores de la memoria, los transmisores de la fe, los consejeros de los pueblos. Pensemos en Simeón y Ana, que en el templo reconocen al Mesías en brazos de María (Lc 2,25-38). Ellos, que han vivido años de espera y oración, tienen los ojos abiertos por el Espíritu y son los primeros en anunciar la esperanza. La vejez no es decadencia, es plenitud. No es tiempo de desecho, sino de cosecha.
Hoy, sin embargo, vemos con tristeza cómo se descarta a los adultos mayores. A veces de forma directa, como cuando se les deja abandonados, sin acompañamiento o se les quita toda voz en las decisiones. Otras veces de modo más sutil, cuando se los infantiliza, se los ignora, o se les hace sentir como una carga. No puedo dejar de señalar la violencia patrimonial. Una sociedad que no cuida a sus abuelos y no los trata bien es una sociedad sin futuro.
En este punto, es importante también aludir a las políticas públicas que están pensadas desde criterios económicos o administrativos, sin contemplar el rostro humano. No basta con garantizar una pensión mínima o una atención médica funcional. Es necesario asegurar el derecho a una vida plena, al afecto, a la compañía, a la participación activa en la vida comunitaria. La dignidad no se reduce al bienestar material, aunque este sea esencial. También es justo reconocer lo que desde CONAPAM se impulsa.
La Iglesia es la primera llamada a ser una gran familia donde los mayores se sientan amados, escuchados, importantes y necesarios. Los adultos mayores no solo son destinatarios de atención; son protagonistas de la misión. Son catequistas, son intercesores, son testigos de fidelidad, son memoria viva de la comunidad.
En muchas parroquias vemos a abuelos que llevan a sus nietos a la catequesis, que rezan el rosario cada día, que siguen colaborando con discreción. Es urgente que valoremos su presencia, que no los dejemos en un rincón, que no les robemos la palabra. ¡Cuánto bien hace a una comunidad escuchar los relatos de quienes han caminado la vida con fe y paciencia!
Y también debemos acompañarlos en sus fragilidades. El cuidado del anciano enfermo o dependiente no es una carga que hay que soportar, sino una ocasión de amor. En sus rostros, marcados por el dolor o la soledad, Cristo mismo nos sale al encuentro. No olvidemos lo que Jesús dice en Mateo 25: “Estuve enfermo, y me visitaste”. También allí, en ese cuerpo débil, late la dignidad inquebrantable de un hijo de Dios.
El verdadero progreso de una sociedad no se mide solo por sus avances tecnológicos, sino por cómo trata a los más vulnerables. Y entre ellos, los adultos mayores ocupan un lugar especial. Necesitamos humanizar la cultura actual, llenándola del amor del Señor. Desde la fe, afirmamos con fuerza que la vida humana tiene valor en todas sus etapas. La vejez hay que concebirla como una estación fecunda, una oportunidad para vivir de otro modo el amor, la esperanza, la sabiduría y la comunión.
Pidamos al Señor que renueve en nosotros una mirada agradecida hacia nuestros mayores. Que nunca falten en nuestras comunidades los gestos concretos de cercanía: una visita, una llamada, una escucha atenta. Que los programas pastorales los incluyan ahí donde no existen, acompañarlos y hacerlos sentir en casa. Que José y María, nos enseñen a cuidar con ternura a quienes ya han recorrido gran parte de su peregrinaje.