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Jueves, 11 Septiembre 2025
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Prevención del suicidio: escuchar, validar y acompañar

By Willy Chaves Cortés, OFS Orientador Familiar, UJPll / Doctor en Humanidades, UPF Septiembre 10, 2025

Desde que inicié mi formación profesional en Orientación Familiar, supe que mi vocación no se limitaría a aconsejar a una pareja o a una familia en momentos de crisis puntual. Supe que mi trabajo debía mirar más allá del síntoma, del conflicto puntual, de la etiqueta que a veces intenta simplificar la complejidad humana.

En aquel inicio, cuando cada teoría se traducía en estrategias de intervención, también comenzaron a resonar en mí preguntas sobre los determinantes de la salud mental: ¿qué hace que una persona, una familia, una comunidad transite por la dificultad sin perder la dignidad ni el deseo de vivir? ¿Cómo pueden las condiciones sociales, económicas, culturales y ambientales influir en el bienestar emocional y cognitivo de las personas? Con el tiempo, comprendí que la salud mental no es un estado aislado, sino el resultado de una constelación de factores que se entrelazan de forma dinámica a lo largo de nuestra vida.

Mi experiencia de vida, que abarca más de 30 años dedicados a escuchar, acompañar y entender a las personas en sus procesos, me ha enseñado que la salud mental no es solo la ausencia de enfermedad, sino la presencia constante de condiciones que permiten florecer.

He visto a jóvenes que, pese a aspiraciones claras, se pierden en el túnel de la violencia, la pobreza, la discriminación o la falta de redes de apoyo; he observado a adultos que ya no ven sentido en sus proyectos porque el entorno no les ofrece seguridad económica, educativa o afectiva; he atestiguado a personas mayores que, en la fragilidad de la tercera edad, encuentran un sentido de pertenencia en comunidades que las reconocen y las escuchan.

Todo ello me ha llevado a sostener una convicción: para promover la salud mental, debemos mirar las estructuras que sostienen o erosionan la vida de las personas.

Promover los determinantes de la salud mental es, ante todo, un compromiso con la dignidad humana. Es entender que la salud mental no se logra aislando a la persona de su contexto, sino fortaleciendo ese contexto para que pueda crecer con autonomía, seguridad y esperanza.

Los determinantes de la salud mental no son meros factores secundarios; son las condiciones reales de vida que configuran nuestros procesos psicológicos, nuestras emociones y nuestras habilidades para enfrentar la adversidad.

Entre estos determinantes destacan, entre otros, el acceso a información confiable sobre salud mental; la disponibilidad de servicios profesionales de calidad; una red de apoyo social que valora la empatía y la escucha; políticas públicas que reduzcan las desigualdades y promuevan entornos seguros; ambientes escolares y laborales que fomenten la salud emocional; una crianza que acompañe el desarrollo sin estigmatizar las diferencias; y la posibilidad de participar en la vida comunitaria, en la toma de decisiones y en la construcción de redes de resiliencia.

En mi labor cotidiana, he comprendido que la VALIDACIÓN DE LAS EMOCIONES es un eje fundamental para cualquier intervención en salud mental.

Validar no es aprobar todo lo que una persona dice o hace, sino reconocer su experiencia, sus esfuerzos y su dolor sin juicios apresurados.

Es abrir un espacio en el que la emoción pueda ser nombrada, explorada y entendida. La validación calma la necesidad de defenderse con dureza y abre la puerta a la reflexión y al aprendizaje.

Cuando una persona se siente escuchada y comprendida, su cerebro libera oxitocina y dopamina que fortalecen la confianza, reducen la hiperactivación del sistema nervioso y facilitan el acceso a recursos internos de regulación emocional.

En mi formación y práctica, he visto cómo pequeñas rutinas de validación —escuchar sin interrumpir, reflejar lo que se expresa, nombrar emociones complejas como la tristeza, la ansiedad, la rabia o la culpa— pueden marcar una diferencia significativa en la trayectoria de alguien.

La salud mental empieza en casa, en la familia que acompaña, en la escuela que aprende a escuchar, en el barrio que protege a sus jóvenes, en el trabajo que reconoce la diversidad y la vulnerabilidad.

Por ello, mi objetivo profesional no es solo intervenir en crisis aisladas, sino construir puentes entre la persona y las condiciones que favorecen su bienestar emocional.

Esto implica trabajar con parejas, familias y comunidades para fortalecer redes de apoyo, reducir estigmas y promover hábitos saludables que protejan la salud mental a lo largo del ciclo vital.

En este marco, la orientación familiar se convierte en una disciplina que no solo facilita acuerdos y resoluciones, sino que facilita la creación de espacios seguros donde las emociones pueden ser nombradas y gestionadas con dignidad.

La promoción de la salud mental exige un enfoque integral que incorpore la prevención, la intervención temprana y la recuperación.

En la prevención, identificamos factores de riesgo y fortalecemos factores de protección desde la infancia.

En la intervención temprana, respondemos con empatía y rapidez ante señales de malestar, trauma o disfunción emocional, sin reducir a la persona a una etiqueta diagnóstica.

En la recuperación, acompañamos los procesos de mejora y reintegración, reconociendo que la retención de la esperanza y la construcción de significado son parte central del camino.

Este marco integral se sustenta en la evidencia de que la salud mental está influida por una combinación de elementos biológicos, psicológicos y sociales; y que ninguna de estas dimensiones puede ser desatendida si aspiramos a un cuidado auténtico y efectivo.

Es esencial destacar que los determinantes de la salud mental no son estáticos ni universales. Cada persona, cada familia, cada comunidad, vive una experiencia distinta de las condiciones de vida.

Por ello, la intervención debe ser sensible a la diversidad cultural y contextual.

La forma en que entendemos la salud, las emociones y el sufrimiento varía entre culturas, entre generaciones y entre contextos sociopolíticos.

Como profesional de la orientación familiar, me comprometo a escuchar estas diferencias, a identificar las creencias que pueden reforzar o debilitar la salud mental y a adaptar las estrategias a la realidad de cada individuo y de cada grupo.

Este trabajo requiere humildad, curiosidad y compromiso ético para no imponer marcos universales, sino co-crear soluciones que respondan a las necesidades reales de las personas.

La experiencia de más de tres décadas me ha enseñado que la suerte no es suficiente para garantizar la salud mental en una sociedad desigual.

La inequidad, la violencia estructural, la pobreza, la discriminación y la falta de oportunidades pueden minar la esperanza y aumentar la vulnerabilidad emocional.

Por eso, en mi labor, no basta con atender a la persona: hay que mirar al sistema en el que se mueve.

Es necesario abogar por políticas públicas que garanticen condiciones dignas: acceso universal a servicios de salud mental, financiamiento adecuado para programas preventivos, escuelas inclusivas que promuevan la resiliencia emocional, y entornos laborales que reconozcan la importancia de la salud mental y ofrezcan apoyos reales a las personas que lo necesitan.

Este es un compromiso social que se entrelaza con la ética profesional: si la sociedad no cuida la salud mental de sus habitantes, ninguna intervención clínica podrá sostenerse plenamente.

Promover la salud mental también implica desestigmatizar el dolor y la vulnerabilidad.

Durante mucho tiempo, la conversación sobre salud mental ha estado rodeada de miedos, mitos y silencios que impiden que las personas pidan ayuda cuando más lo necesitan.

Romper ese silencio no es tarea de una persona aislada, sino de una comunidad que aprende a conversar con compasión, a reconocer cuando alguien necesita apoyo y a responder con recursos y redes de contención.

En este sentido, la educación y la comunicación juegan un papel crucial. Hablar de salud mental con terminología clara, accesible y libre de juicios ayuda a desentrañar conceptos complejos y a facilitar que las personas reconozcan su propia experiencia sin sentirse deficientes.

Las campañas de información, las charlas en escuelas, los talleres en organizaciones y las historias de vida compartidas pueden humanizar la salud mental y generar un cambio cultural real.

La validación de las emociones, por su parte, debe ser una práctica cotidiana en la relación clínica y en la interacción social.

No se trata de quedarnos en la empatía superficial, sino de acompañar con presencia, paciencia y consistencia.

Esto significa dar espacio para que las personas expresen lo que sienten sin que se les presione a “superarlo” rápidamente, sin minimizar su dolor ni apresurar soluciones.

Es clave validar las emociones incluso cuando no se comparten las decisiones o cuando no se comprende completamente la experiencia del otro.

La validación crea un puente de confianza que facilita la comunicación, reduce la defensiva y permite que la persona explore sus recursos internos para afrontar las dificultades.

En la práctica clínica y educativa, incluir ejercicios simples de validación emocional puede marcar una diferencia tangible: reforzar la autoaceptación, sostener la esperanza y promover la adopción de conductas saludables.

Si algo he aprendido a lo largo de estas décadas es que nadie está aislado frente a la adversidad.

Incluso en los momentos más oscuros, existe la posibilidad de encontrar una mano amiga, una palabra alentadora, una comunidad que sostenga.

Esa posibilidad depende de un tejido social que sea lo suficientemente sensible para detectar señales de sufrimiento y lo suficientemente valiente para responder sin estigmatizar.

En mi camino, he buscado construir ese tejido: redes de apoyo entre familiares, profesionales de la salud, docentes, líderes comunitarios y personas con experiencia de vida.

Cada actor tiene un papel importante: los familiares que ofrecen contención emocional y estabilidad; los docentes que observan cambios conductuales y promueven estrategias de aprendizaje socioemocional; los profesionales que brindan atención basada en evidencia y en la persona; los líderes comunitarios que crean espacios de participación; y las personas con experiencia de vida que enriquecen el entendimiento con testimonios auténticos de resiliencia, pérdida y reconstrucción.

La salud mental, en última instancia, es un acto de cuidado mutuo. Cuanto más cuidamos de los demás, más cuidamos de nosotros mismos; cuanto más nos ocupamos de las condiciones que facilitan el bienestar emocional, más fortalecemos nuestra capacidad para enfrentar la adversidad.

En este sentido, deseo promover un cuidado que sea sostenible, accesible y humano.

La sostenibilidad implica diseñar programas y servicios que perduren, que se adapten a las variaciones de la realidad social y que se integren a la vida cotidiana de las personas.

La accesibilidad exige eliminar barreras económicas, geográficas y culturales que impiden recibir ayuda cuando se necesita.

La humanidad del cuidado se demuestra en cada encuentro: en cada saludo cálido, en cada pregunta sencilla como “¿Cómo te sientes hoy?”, en cada escucha sin prisa, en cada recordatorio de que no estamos solos.

Mi compromiso personal y profesional se sustenta en un horizonte claro: promover la salud mental como un derecho humano y un deber social.

Este compromiso me impulsa a seguir formándome, a seguir aprendiendo de las investigaciones más actuales y de las experiencias de las personas con las que camino.

La ciencia y la experiencia de vida deben dialogar: la evidencia clínica nos guía, pero la experiencia de la gente nos da sentido y dirección.

En ese diálogo entre teoría y práctica, entre investigación y vida cotidiana, nace un enfoque de orientación familiar que no se agota en las técnicas de intervención, sino que se expande hacia una visión integral de la salud y el bienestar.

Quiero cerrar este texto recordando que cada historia de vida es única y valiosa. Cada familia que he conocido ha dejado una marca en mi forma de entender la salud mental: que las emociones no deben ser temidas, que las experiencias dolorosas no deben permanecer en silencio, que pedir ayuda no es signo de debilidad sino de coraje, y que la esperanza florece cuando hay gente dispuesta a escuchar, acompañar y sostener.

Si hay algo que deseo dejar como legado, es la convicción de que la salud mental es posible de construir de manera colectiva: a través de políticas públicas justas, de comunidades que ofrecen contención, de servicios profesionales accesibles y de una cultura que valida las emociones y reconoce la dignidad de cada persona.

Así, cada día que pasa es una oportunidad para acercarnos un poco más a esa visión.

Cada conversación en la que alguien se siente escuchado, cada intervención que evita una escalada de desesperación, cada acto de prevención que reduce un factor de riesgo, es una semilla de cambio que puede crecer para beneficiar a muchos.

Y, sobre todo, cada persona que se atreve a decir “estoy bien, pero necesito apoyo” o “¿estás bien?” se convierte en un faro que ilumina el camino hacia una sociedad más sana, más humana y más solidaria.

En esa mirada compartida, en esa responsabilidad colectiva, encuentro el sentido de mi profesión y la razón de seguir trabajando con esperanza y compromiso.

Si la salud mental es un derecho, entonces nuestra tarea es hacerla realidad para todos, empezando por cada familia, cada escuela, cada lugar de trabajo y cada barrio que espera ser escuchado, acompañado y validado.

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