Hoy, al recordar a mi madre, veo en su memoria un faro que me invita a caminar con responsabilidad, a cuidar de mi familia y a cultivar la bondad como una de las virtudes más preciosas.
En estos momentos de conversación y acompañamiento, encuentro claridad en las palabras de quienes me rodean.
Cada quien aporta una pieza de un rompecabezas que, al unirse, revela una imagen de esperanza. La doctora Daisy traza un itinerario de sanación emocional: reconocer las emociones, nombrarlas con precisión y permitir que el duelo tenga su propio tempo, sin prisas, sin apresuramientos.
Mis amigos, con su calidez, me enseñan que la vulnerabilidad no es debilidad sino una forma noble de ser humano: abrirse, pedir apoyo, agradecer y aprender.
La memoria de mi madre late como un tambor suave en el pecho. Su amor incondicional me acompaña incluso en las noches más oscuras. Y aunque la ausencia duele, también me recuerda que el legado de una madre se cultiva en cada gesto de amor hacia los que quedan: en la paciencia con mi hijo, en la responsabilidad de mis decisiones, en la forma en que cuido de quienes me rodean.
Quisiera que ella viera cómo su enseñanza continua en la forma en que trato a mi familia y en la manera en que me esfuerzo por convertir cada día en una oportunidad para ser mejor.
La vida, con su ritmo imprevisible, me propone un nuevo proyecto: vivir con propósito, confirmar mis valores y convertir la experiencia de la pérdida en una fuente de crecimiento.
No se trata de olvidar, sino de recordar con un sentido de gratitud que me impulse hacia adelante. Se trata de construir un camino en el que el dolor se transforme en compromiso, en la promesa de ser una persona de bien, como ella me enseñó.
En este encuentro íntimo, los pequeños gestos se vuelven grandes enseñanzas. El café derramado, los tamales compartidos, las risas y la mirada cómplice de cada persona presentes se convierten en recordatorios de que la vida, a pesar de sus pruebas, ofrece momentos de plenitud cuando se comparte con amor.
Puedo oír en el silencio que sigue a cada intervención una invitación a continuar, a sostener a quienes aman y a buscar, con humildad, las respuestas que den sentido a este nuevo tramo.
Paul Alfaro, con su presencia y sus palabras de aliento, me recuerda que la posibilidad de enseñar, de transmitir historia y de influir en el futuro no se agota ante la pérdida.
La educación es una semilla que, cuando se planta con cuidado, florece en las generaciones que vendrán. La promesa de un colegio excelente para mi hijo es una muestra de que la vida, cuando se afianza en la prioridad de la familia, se nutre de esperanza y de determinación.
A mi alrededor, permiten que el dolor tenga un lugar sin que me ahogue en él. Cada emoción se reconoce, cada temor se ablanda con la conversación y cada recuerdo se transforma en una promesa de bondad.
No voy a fingir que la ausencia no duele; voy a convertir ese dolor en un motor para vivir con mayor integridad, para amar con más profundidad y para buscar la belleza en las pequeñas cosas que me sostienen en la vida cotidiana.
Mi propósito, ahora más claro, es honrar la memoria de mi madre a través de la forma en que vivo.
Quiero que mi hijo vea en mí un ejemplo de humanidad, de responsabilidad y de amor. Quiero que, al enfrentar los retos de la vida, pueda recordar que su padre eligió caminar con valentía y con la certeza de que el bien siempre vale la pena. Y cuando llegue la hora de mirar atrás, quiero que el legado que dejo sea un testimonio de gratitud, de esfuerzo y de fe en el futuro.
Este sábado, al recibir a mis seres más queridos en mi casa de Aserrí, entendí que la verdadera casa no es sólo un techo, sino un refugio para las emociones compartidas.
Es en este refugio donde las palabras adquieren forma, donde las dudas encuentran consuelo y donde la esperanza encuentra terreno fértil para brotar. El café, los tamales, las risas, las confesiones y el silencio respetuoso forman un ritual que renueva la convicción de que la vida merece ser vivida con plenitud y con propósito.
Con el tiempo, espero que estas palabras sean un recordatorio de que, incluso en medio de la pérdida, la vida continúa con un ritmo lleno de significado.
Que cada mañana sea una oportunidad para agradecer lo que se tiene, para cuidar de la familia, para aprender y enseñar, y para amar con la certeza de que, en ese amor, se forja la fuerza para seguir adelante.
Que mi madre, desde donde esté, perciba que su legado vive en cada acto de bondad que realizo, y que su memoria sea, siempre, una inspiración para ser mejor.
En este encuentro íntimo me invita a abrazar la vida con valentía, a validar mis emociones con quienes me rodean y a construir un futuro que honre a quienes me precedieron.
Que la paz que ya siento sea el preludio de una vida más consciente, más compasiva y más llena de propósito. Y que Benjamín, mi hijo, crezca viendo en su padre a alguien que, pese a las pérdidas, elige la bondad, la responsabilidad y la esperanza como guías. Este es mi compromiso: vivir con integridad, amparado por la memoria de mi madre y alimentado por el amor de quienes me rodean. Que así sea.