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Miércoles, 08 Octubre 2025
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La casa de los bambú: cartas de maestros entre fe, memoria y escritura

By Willy Chaves Cortés, OFS Orientador Familiar, UJPll / Doctor en Humanidades, UPF Septiembre 22, 2025

La casa de los bambú se volvió escenario de una conversación que parecía susurrar desde las estanterías. Yo arreglaba las bibliotecas de las salas, alineando cada volumen como si su quietud pudiera sostener mi oficio y mi fe.

Los trece perros ladraban con la convicción de un coro sinfónico, y mi hijo no llegaba de la escuela. En ese instante, el portón principal reveló dos figuras que ya no eran extrañas: Ernesto Cardenal, nicaragüense, y Eusebio Leal, cubano, maestros que habían sido faros en mi vida.

Al verlos, abracé a Leal con la sinceridad de quien sabe que la memoria es una casa que se sostiene con gestos.

Leal, historiador de La Habana, sabía que la ciudad se salva con bibliotecas y plazas vivas, con la paciencia de restaurar un archivo y una calle. Su presencia me recordaba que la historia no es un museo, sino una conversación que se reescribe cuando se escucha al otro y se atiende al tiempo que pasa.

Cardenal habló primero, y su voz, cargada de poesía y preguntas, cruzó la sala. Era la voz de un hombre que caminó la frontera entre fe y justicia, entre lo sagrado y lo público. Su vida fue una insistencia por convertir la palabra en acción, por mirar el mundo con una mirada que no teme interrogar lo recibido.

Su discurso dejó entrever la admiración que siente hacia la oportunidad que me brinda el Eco Católico, una oportunidad que me abre amplias posibilidades para escribir sobre cultura, literatura, bienestar y filosofía desde una perspectiva que respeta y celebra lo trascendente.

El Eco Católico, decía, me permite escribir sin límites, porque la fe no encierra, sino que evangeliza a través de la palabra: desde la escritura se pueden comprender y sentir representadas las búsquedas humanas.

Escucharle fue reconocer que la escritura no es refugio sino puente, un modo de hacer visible lo invisible y de abrir caminos para quienes buscan sentido en medio de la confusión.

Entre el bullicio de la casa y el perfume de libros viejos, Leal me soltó una noticia que pesaba como una piedra húmeda: Jaime Sarusky, mi gran formador y amigo, había muerto. Sarusky, judío y comunista de convicción, fue para mí una figura de padre en la fragilidad de la vida.

Sus cartas, pedidas en vida para que yo las respondiera, ahora formaban un caudal de memoria que me pedía no dejar su voz al olvido. En su figura se entrelazaban la tradición y la rebeldía, la ética y la imaginación, la pedagogía de la lectura como resistencia y la certeza de que la palabra bien trabajada puede sostener a otros.

La conversación se amplió y, con ella, mi propia tarea. Leal habló de conservar ciudades con la paciencia de un bibliotecario que no abandona una página sin revisar. Su oficio de historiador era, en esa hora, una lección de ética pública: la memoria compartida necesita voces, archivos y espacios para dialogar. Me recordó que la memoria es una tarea colectiva, un compromiso que exige abrir puertas para que otros se encuentren con la historia sin miedo a la verdad.

Cardenal, por su parte, insistió en la dignidad de la palabra y en su poder para transformar vidas. Habló de la belleza que salva y de la responsabilidad de cada escritor de mirar lo concreto con ojos que no se cansan de preguntar.

Su presencia me hizo entender que la literatura tiene una función ética: sostener a la gente común, dar voz a lo que se calla y construir puentes entre la vida cotidiana y las grandes preguntas.

Expresó con claridad que mi oficio, nutrido por un eco católico, abre las puertas para que muchas personas, a través de la escritura, se sientan comprendidas y evangelizadas. Esa idea, tan sencilla y poderosa, refuerza mi convicción de que la cultura puede ser un territorio de encuentro y conversión suave de lectores hacia un sentido más pleno de la vida.

Mi oficio como franciscano seglar, recordé entonces, no es un refugio aparte sino una forma de estar en el mundo que se alimenta de la historia, la fe y la cultura. Abrir las puertas de este espacio para que otros escriban sobre arte, cultura, literatura y bienestar no es abandonar la espiritualidad, sino dialogarla con la realidad.

Mis maestros, en sus maneras distintas, me mostraron que escribir y enseñar es un acto de cuidado, un modo de participar en la vida de la ciudad y de la gente que la habita.

La noticia de la muerte de Sarusky convirtió la tarde en un recordatorio tenso: la vida continúa fuera de nuestras manos, pero la memoria puede ser un acto de vida si la cuidamos.

Sus cartas no corrieron tras el telón de la muerte; quedaron como un mapa para seguir escribiendo con responsabilidad y ternura. Si la memoria es una tarea de todos, él me enseñó que la responsabilidad de recordar es un acto de amor hacia los que vendrán después.

La casa de los bambú dejó de ser solo un lugar. Se convirtió en un proceso, en una promesa de que la cultura no se apaga en la nostalgia, sino que se enciende en la conversación, en la labor de escribir y de enseñar a otros a escribir. Yo, con mis trece perros y mi biblioteca, sigo aprendiendo a escuchar, a preguntar y a cuidar. Los consejos que me dieron, las palabras que compartimos en aquella sala llena de tinta y de silencio, se transformaron en una guía para vivir con mayor honestidad y claridad.

Ernesto Cardenal, Eusebio Leal y Jaime Sarusky no son figuras del pasado que se desprenden de la vida; son fuerzas que sostienen el día a día.

Sus vidas, en su diversidad, muestran que la verdad no es una ruta única sino una cuerda que se teje con voces distintas para sostener a quienes vienen detrás.

En cada lectura que abro, en cada sala que organizo para una conversación, siento que continúo un diálogo que empezó con ellos y que seguirá cuando ya no estén.

Si alguna vez alguien pregunta por qué escribo con gratitud y, a veces, con duelo, diré que aprendí, gracias a ellos, que la vida de un escriba, de un educador y de un cuidador de la memoria es doble: crear y cuidar.

Crear, para darle forma a la belleza y a la verdad; cuidar, para que esa forma no se pierda, para abrir espacios a otros y para que la cultura permanezca como casa abierta, no como museo cerrado.

Mi casa de bambú es ahora un testimonio de esa doble tarea: un lugar donde el pasado respira en la tinta, donde la memoria se comparte y se traduce en actos de lectura, escritura y hospitalidad.

Y así sigo adelante, atento a la memoria que me hizo grande, agradecido por la voz de maestros que no buscan aplausos, sino claridad.

La casa de los bambú no es solo mi refugio; es mi taller de vida, la biblioteca de mi fe y la sala de encuentros que permite que otros escriban su propio camino hacia la verdad.

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