Como comentaba el Papa Benedicto XVI: “Nos ha dejado una enseñanza rica y variada sobre el ascetismo cristiano. Recuerda que un compromiso valiente por la perfección requiere vigilancia constante, frecuentes mortificaciones, aunque con moderación y prudencia, trabajo intelectual o manual asiduo para evitar el ocio y sobre todo obediencia a Dios”.
En el 382 se trasladó a Roma. Aquí el Papa San Dámaso lo tomó como secretario y consejero; lo alentó a emprender una nueva traducción latina de los textos bíblicos por motivos pastorales y culturales. Su traducción se conoce como la Vulgata.
Después de la muerte del Papa en el año 385 San Jerónimo dejó Roma y emprendió una peregrinación, primero a Tierra Santa, testigo silenciosa de la vida terrena de Cristo, y después a Egipto, tierra elegida por muchos monjes. En el año 386 se detuvo en Belén, donde, gracias a la generosidad de una mujer noble, Paula, se construyeron un monasterio masculino, uno femenino y una hospedería para los peregrinos que llegaban a Tierra Santa.
En Belén, donde se quedó hasta su muerte, siguió desarrollando una intensa actividad: comentó la Palabra de Dios; defendió la fe, oponiéndose con vigor a varias herejías; exhortó a los monjes a la perfección; enseñó cultura clásica y cristiana a jóvenes alumnos y acogió con espíritu pastoral a los peregrinos que visitaban Tierra Santa.
Falleció en su celda, junto a la gruta de la Natividad, el 30 de setiembre del año 419.
La Biblia fue el centro de su vida
El Papa Benedicto XVI indicó que San Jerónimo “puso la Biblia en el centro de su vida: la tradujo al latín, la comentó en sus obras, y sobre todo se esforzó por vivirla concretamente en su larga existencia terrena, a pesar del conocido carácter difícil y fogoso que le dio la naturaleza”.
El Papa Francisco indica en la carta apostólica “Scripturae Sacrae Affectus” que, curiosamente, el amor que San Jerónimo tenía por la Escritura no nació desde el comienzo. Señala el Papa que San Jerónimo “había amado desde joven la belleza límpida de los textos clásicos latinos y, en comparación, los escritos de la Biblia le parecían, inicialmente, toscos e imprecisos, demasiado ásperos para su refinado gusto literario”. Sin embargo, tuvo un sueño en que el Señor se le presentaba como juez: “Interrogado acerca de mi condición, respondí que era cristiano. Pero el que estaba sentado me dijo: ‘Mientes; tú eres ciceroniano, tú no eres cristiano’”. Fue a raíz de este sueño cuando San Jerónimo se dio cuenta de que amaba más los textos clásicos que la Biblia, y ahí comenzó su amor por la Palabra de Dios.
El proceso de traducción
El Papa comentó también el proceso que siguió san Jerónimo para la traducción de la Biblia: “Es interesante comprobar los criterios a los que se atuvo el gran biblista en su obra de traductor. Los revela él mismo cuando afirma que respeta incluso el orden de las palabras de las Sagradas Escrituras, pues en ellas, dice, ‘incluso el orden de las palabras es un misterio’, es decir, una revelación.
Además, reafirma la necesidad de recurrir a los textos originales: ‘Si surgiera una discusión entre los latinos sobre el Nuevo Testamento a causa de las lecturas discordantes de los manuscritos, debemos recurrir al original, es decir, al texto griego, en el que se escribió el Nuevo Testamento. Lo mismo sucede con el Antiguo Testamento, si hay divergencia entre los textos griegos y latinos, debemos recurrir al texto original, el hebreo; de este modo, todo lo que surge del manantial lo podemos encontrar en los riachuelos’”.
La Vulgata
La Vulgata se llamaba así porque fue rápidamente acogida por el “vulgo”, el pueblo. Entonces, para los lectores de lengua latina, no había una versión completa de la Biblia en su propio idioma, sino solo algunas traducciones, parciales e incompletas, que procedían del griego. Jerónimo, y después de él sus seguidores, tuvieron el mérito de haber emprendido una revisión y una nueva traducción de toda la Escritura. Con el estímulo del papa Dámaso, Jerónimo comenzó en Roma la revisión de los Evangelios y los Salmos, y luego, en su retiro en Belén, empezó la traducción de todos los libros veterotestamentarios, directamente del hebreo; una obra que duró años.
Para completar este trabajo de traducción, Jerónimo hizo un buen uso de sus conocimientos de griego y hebreo, así como de su sólida formación latina, y utilizó las herramientas filológicas que tenía a su disposición, en particular las Hexaplas de Orígenes.
El texto final combinó la continuidad en las fórmulas, ahora de uso común, con una mayor adherencia al estilo hebreo, sin sacrificar la elegancia de la lengua latina. El resultado es un verdadero monumento que ha marcado la historia cultural de Occidente, dando forma al lenguaje teológico. Superados algunos rechazos iniciales, la traducción de Jerónimo se convirtió inmediatamente en patrimonio común tanto de los eruditos como del pueblo cristiano, de ahí el nombre de Vulgata. La Europa medieval aprendió a leer, orar y razonar en las páginas de la Biblia traducidas por Jerónimo”.