En tantos momentos de la historia nacional, nuestro pueblo ha acudido a María en esta pequeña imagen de piedra, sencilla y silenciosa, para encontrar luz en medio de la oscuridad. Enfermos, migrantes, madres solas, campesinos, jóvenes en búsqueda, autoridades, presos, niños… todos han visto en María una madre cercana, un consuelo en la aflicción, un signo de que Dios camina con nosotros. Su presencia humilde en la historia de Costa Rica es un testimonio vivo de que Dios se inclina hacia los pequeños y hace de ellos portadores de su esperanza.
María es también fuente de salvación, no porque ella reemplace al Salvador, sino porque es la puerta por donde Él vino al mundo. Ella es la “llena de gracia” que colabora libremente con la obra redentora. Al decir “sí” al ángel, se convierte en madre del Salvador y, por voluntad del mismo Cristo, también madre nuestra. En el Calvario, Jesús la entregó como madre a Juan y, en él, a toda la Iglesia. Desde entonces, María participa activamente en la maternidad espiritual que acompaña, protege, intercede y guía. Toda su vida está orientada a llevarnos a Jesús. Y por eso, en ella, encontramos una vía segura hacia la salvación.
Nuestra peregrinación a Cartago, el testimonio de fe de miles de romeros, los rezos sencillos del rosario, los cantos y promesas, no son gestos vacíos, sino expresiones de un pueblo que confía en la intercesión de María, que experimenta en ella la cercanía de Dios, que reconoce en su ternura un anticipo del abrazo del Padre. La Virgen de los Ángeles no es una devoción cualquiera: es un don que Dios ha regalado a Costa Rica como signo de cuidado maternal y de llamada a la conversión.
Las lecturas proclamadas y el tema de María como fuente de esperanza y de salvación, en el marco de la novena de la Virgen de los Ángeles, tienen profundas consecuencias para la vida de la diócesis, tanto en su identidad como en su acción pastoral:
- Fortalecer la espiritualidad de la confianza y de la esperanza
Las lecturas y la figura de María nos muestran que Dios no abandona a su pueblo, sino que lo sostiene, lo alimenta y lo forma. En un tiempo marcado por desafíos sociales, económicos o culturales, esta esperanza es esencial. La figura de María, especialmente como Virgen de los Ángeles, es un referente espiritual ante las crisis. Se trata de anunciar una Iglesia que no se deja paralizar por el miedo o la queja, sino que, como María, cree, camina y espera en Dios. Esta actitud puede ser una clave transversal para todos los agentes de pastoral.
- Impulsar una pastoral de cercanía y escucha maternal
María es madre que acompaña y consuela. Eso implica para la diócesis cultivar un rostro eclesial más tierno, más compasivo, más cercano a las heridas de la gente, especialmente de los pobres, los jóvenes sin rumbo, los enfermos, los migrantes, las familias fracturadas. María nos enseña a “estar”, a acompañar procesos sin imponer, a escuchar antes de hablar. Esto toca la pastoral social, la pastoral juvenil, la pastoral de la salud y la vida consagrada.
- Vivir y transmitir la fe desde lo pequeño y lo humilde
Dios se reveló en lo pequeño: un trozo de pan en el desierto, una semilla en la tierra, una mujer sencilla en Nazaret, una imagen diminuta hallada por una niña en Cartago. Esta lógica de lo pequeño nos interpela a no buscar el prestigio o el poder, sino a centrarse en lo esencial, en lo sencillo, en la semilla del Reino que crece escondida pero eficazmente. Esto influye en el estilo de gobierno pastoral, en los métodos evangelizadores y en la valoración de las pequeñas comunidades.
- Ser una Iglesia que siembra con paciencia y confía en el fruto
La parábola del sembrador nos llama a no desanimarnos ante la aparente esterilidad sino a perseverar en nuestra labor misionera, aunque los frutos no sean inmediatos. María esperó en silencio la obra de Dios; la Iglesia también debe sembrar sin ansiedad, sabiendo
que el crecimiento es obra del Espíritu. Esta convicción fortalece la misión, la catequesis, el acompañamiento vocacional y la animación de la vida parroquial.
- Afianzar la dimensión mariana de la identidad diocesana y nacional
En torno a la Virgen de los Ángeles, nos unimos a una espiritualidad que atraviesa la historia costarricense. En nuestra Diócesis veneramos a María también con el título de nuestra Sra. del Pilar. Esta fe popular no debe ser sólo acogida, sino también evangelizada, iluminada y acompañada. Es necesario valorar y cuidar la religiosidad mariana del pueblo, purificarla cuando sea necesario y hacerla puente hacia una fe más madura y comprometida. Esto implica tareas litúrgicas, formativas y pastorales concretas.
En resumen, la escucha de la Palabra y la contemplación de María mueven a nuestra Iglesia a ser madre que cuida, sembradora que confía, discípula que escucha, y servidora del Reino en medio del pueblo. María no es un adorno devocional, sino una escuela viva de discipulado eclesial.
Además, María nos desafía hoy a vivir con coherencia la vocación cristiana: a no dejarnos arrastrar por una cultura que relativiza los valores, que debilita la ética, y que olvida la dignidad humana. Este desafío es urgente. Nuestra Madre quiere que construyamos una Costa Rica más humana, solidaria y justa, basada en los valores del Evangelio, porque solo así podremos dar un sentido verdadero a la esperanza.
Desde esta Basílica, corazón mariano de la nación, queremos decirle con fe: “Virgen de los Ángeles, consuelo de los pobres y esperanza del pueblo, acompáñanos, protégenos, y llévanos siempre a tu Hijo Jesús, única fuente de vida y salvación.”