María nos enseña que orar es estar con Jesús, no por medio de formas complejas, sino a través de una presencia humilde y constante; ella guardaba todo en su corazón, escuchaba, meditaba y se ponía en camino, y también nosotros estamos llamados a entrar en la escuela de María, donde se aprende a hacer de toda la vida una oración y a vivir cada día en obediencia a Dios.
Dentro de una vida de oración, conviene recordar la importancia de visitar el sagrario, porque cuánto bien hemos recibido de la adoración eucarística, cuánta fuerza hemos tomado de estar ante el Santísimo Sacramento, en silencio, en amor, en adoración, con devoto anhelo nos acercamos y recibimos gracia y bendición, y allí, donde está Cristo, podemos presentar lo que llevamos en el alma, sin necesidad de muchas palabras, basta estar.
En la vida diaria, la oración no siempre ocurre en grandes extensiones de tiempo, muchas veces es en lo pequeño donde se expresa la confianza: orar con las plegarias que nos enseñaron nuestros padres, repetir en voz baja un Padre Nuestro, rezar un Ave María mientras caminamos o trabajamos, bendecir la mesa, pedir por alguien enfermo, dar gracias al despertar, todo eso es oración, y todo eso forma parte de lo que María enseña a sus hijos.
El Evangelio nos invita a orar con perseverancia, como expresión de una confianza que no se retira: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Lucas 11,9), porque la perseverancia en la oración no es insistencia vacía, sino un modo de permanecer ante Dios con fidelidad, y la imagen del amigo que llama de noche no habla de presión, sino de una fe que espera con confianza, y esa actitud interior, que sostiene la oración a lo largo del tiempo, la aprendemos también de María.
En los momentos decisivos de la historia de la salvación, María aparece como la mujer de la oración: en Nazaret, en la Visitación, en Caná, en el Calvario al pie de la cruz, y en el cenáculo orando con los apóstoles.
El Papa León XIV nos lo recuerda: “María, en el Cenáculo, gracias a la misión materna que recibió al pie de la cruz, está al servicio de la comunidad naciente: es la memoria viviente de Jesús y, en cuanto tal, es el polo de atracción que armoniza las diferencias y hace que la oración de los discípulos sea unánime” (Santa Misa por el Jubileo de la Santa Sede, 9 de junio de 2025).
María que nos enseña a orar como Maestra, se nos entrega también como Madre, y es al pie de la cruz donde esa maternidad se manifiesta plenamente; junto al discípulo amado, figura de toda la comunidad cristiana, María nos recibe como hijos, y en ella, la Iglesia y la humanidad entera reciben una madre espiritual, un don que brota del amor redentor de Cristo y que se convierte en herencia viva para su pueblo, y por eso podemos hacer nuestras las palabras de la oración colecta: “por su poderosa intercesión, nos ayude a llegar hasta Cristo, monte de la salvación”.
Ese don de la maternidad espiritual, que Cristo confía a María desde la cruz, no puede separarse del misterio más profundo que allí se revela: su victoria sobre el pecado y la muerte, porque es precisamente en el Calvario, el monte de la salvación, donde se manifiesta en plenitud la obra redentora, y la liturgia de hoy nos invita a contemplar esa victoria a la luz de la segunda lectura de la carta a los Colosenses: “os vivificó con él, y nos perdonó todos los pecados… canceló la nota de cargo que nos condenaba… la quitó de en medio, clavándola en la cruz” (Col 2,13-14).
Por medio de la cruz, Cristo ha vencido, y su victoria no es como la que el mundo celebra, porque no se impone por la fuerza, sino que nace del don total de sí mismo; el Salvador, venciendo el mal, ha destruido el dominio del enemigo sobre nosotros, y la Pasión del Señor es la victoria del Crucificado, el triunfo del amor que se entrega hasta el fin.
Así lo recordé al visitar la iglesia de Nuestra Señora de las Victorias, en el distrito real de Kensington, en Londres. El templo fue destruido durante los bombardeos de 1940, en el marco de la Segunda Guerra Mundial, pero fue levantado nuevamente. Allí, donde todo parecía perdido, se alzó un testimonio de fe, porque donde está presente la devoción a la Virgen, el pueblo cristiano ha aprendido a seguir adelante con confianza, sabiendo que la verdadera victoria no depende de nuestras fuerzas, sino de la fidelidad de Dios.
No siempre seguimos ese camino, con frecuencia los seres humanos buscamos victorias por medios que no nacen del amor ni de la fe, sino de la fuerza, el dominio y la violencia; las guerras, los asesinatos y tantos conflictos que marcan nuestro tiempo son expresión de ese deseo de alcanzar triunfos pasajeros por nuestras propias armas, y por eso se vuelve necesaria la palabra del papa León XIV: “La guerra no resuelve los problemas, sino que los amplifica y produce heridas profundas en la historia de los pueblos, que tardan generaciones en cicatrizar. Ninguna victoria armada podrá compensar el dolor de las madres, el miedo de los niños, el futuro robado. ¡Que la diplomacia haga callar las armas! ¡Que las naciones tracen su futuro con obras de paz, no con la violencia ni conflictos sangrientos!” (Ángelus, 22 de junio de 2025)
Por eso, estamos llamados a vencer con las armas de Cristo: la oración, la paciencia, la reconciliación, la verdad. María nos enseña ese camino. Con ella aprendemos a dejar que la cruz sea el paso hacia la vida.
Ese camino que María nos enseña se refleja también en los signos concretos de nuestra vida de fe, como la romería, que va más allá de un acto de devoción, porque expresa el camino de la vida misma, donde hay esfuerzo, cansancio, alegría, amistad, silencio y oración; en la romería nadie camina solo, y así también es la vida cristiana, una marcha compartida, en la que la victoria no se alcanza de inmediato, sino que se alcanza en comunidad y con perseverancia.
Al mirar a María como Madre y Maestra espiritual, la reconocemos como enseña el Concilio Vaticano II como la “miembro más eminente y del todo singular de la Iglesia, prototipo y modelo destacadísimo en la fe y en el amor” (Lumen gentium, 53); ella nos enseña, ante todo, que la victoria es de Cristo, que por la oración permanecemos unidos a Él, y que es en esa comunión donde se nos abre el camino que conduce a la vida eterna.