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Sábado, 13 Septiembre 2025
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“Monseñor: he podido enterarme que sigue contestando a las preguntas que le dirigen los lectores del Eco, como lo hacía antes de la pandemia. Hace tiempo que deseaba preguntarle acerca de la Santa Sábana de Turín. ¿Podemos hablar de ella como de una reliquia de Jesús? En su momento, escuché a un sacerdote que, en una homilía, así la presentó. Sin embargo, también escuché que la autoridad de la Iglesia no pretendía asegurar que sea así. Monseñor, ¿con qué conviene quedarnos?”.

María de los Ángeles Vargas Ch. - Cartago

 Estimada María de los Ángeles, he aquí una primera constatación: los estudios y las múltiples investigaciones y desde distintos intereses, siguen sin detenerse acerca de la Santa Sábana o Síndone. Podemos afirmar que se sigue, y muy fecunda, una ciencia llamada precisamente “sindonología”… Ya se van publicando algunos tratados de Cristología que integran en su exposición, no sólo una referencia al “Hombre de la Síndone”, refiriéndose a la imagen que aparece misteriosamente en la Santa Sábana, sino, comentando aspectos e inclusive, detalles de la pasión sufrida por Él, que coinciden con cuanto nos narran los Evangelios.

Cómo haya podido producirse, sobre aquella Sábana, la imagen del Crucificado, sigue siendo objeto de sorpresa y, entonces, de investigación. Hay, sin embargo, un sustancial acuerdo, ahora más que en el pasado (aunque no tan lejano), ya que se tiene presente el modo tradicional con que eran sepultados los judíos que habían muerto con una muerte violenta. Ya que la sangre era considerada la “parte” más importante de un cuerpo humano, no se lavaba su cadáver (como en los otros casos), sino, que se sepultaba como había quedado en el momento de la muerte. Y entonces, con posibles heridas que sangraban.

De acuerdo con este tradicional rito, en el caso de Jesús, cuando se le llevó a la sepultura, primero se extendió sobre la larga tabla de piedra, que era la tabla funeraria, una abundante cantidad de aroma y sal; sobre ella se extendía la larga y amplia Sábana que cubriría completamente el cadáver de Jesús. Una vez cubierto, sobre la Sábana (o larga tela), se repetía el esparcimiento de otra notable cantidad de aromas y sal.

Luchó contra el cáncer durante 10 años, la enfermedad iba y venía, regresaba cada vez con más fuerza. Tenía el cuerpo con quemaduras y la piel se le arrancaba a causa de las tantas sesiones de radioterapia. Recibió un diagnóstico de infertilidad. Fue desahuciada dos veces.

Hoy Pamela Arguedas tiene 31 años de edad y un hijo, que para ella representa un arco iris tras aquellos largos días de oscuridad. Los últimos exámenes mostraron que ya no hay rastros de células cancerosas en su cuerpo y ella agradece al Señor por esto.

Esta joven contó su testimonio en el Podcast En Libertad, un proyecto creado por jóvenes católicos. Usted puede escuchar los episodios en la plataforma Spotify (/En libertad) o en YouTube (@EnLibertadbyTeAmoDeVerdad).

¿Por qué a mí si yo te ayudé?

El primer episodio de En Libertad se titula “Mi turno de tocar la campana”. Precisamente, es la historia de Pamela, vecina de Atenas. Esta joven sirvió durante mucho tiempo en la Pastoral Juvenil. A partir de sus 20 años de edad, vivió un calvario tras recibir su diagnóstico de cáncer (linfoma de Hodgkin).

Al principio, los médicos le informaron que se trataba de un caso manejable. Recibió tratamiento, pero al poco tiempo el cáncer regresó más violento. Se sometió de nuevo a terapia.

Esta vez comenzó a perder el cabello, las uñas y las pestañas, todo lo que comía lo vomitaba, sentía mucho dolor y gran debilidad. Fue entonces, admite, cuando quiso rendirse. Empezó a pelear con Dios. “¿Yo te ayudé? ¿Por qué a mí? ¿Qué hice?”, preguntaba. “Hubo tres meses que dije: “Salado Dios, Él no quiere que esté con Él, no vuelvo a la Iglesia”.

Era tanto el dolor que le decía al Señor: “O me ayuda  o me lleva, pero no puedo estar así”. No obstante, una noche se sentía muy mal y pensó: “¡Qué tonta! El único que me puede ayudar es Dios”. Pidió perdón. Tiempo después tuvo una mejoría.

La unción de los enfermos es quizá el sacramento que más evolución conoció en el desarrollo de la moderna teología sacramental, a partir del Vaticano II. La Iglesia vio que debía sacar urgentemente el sacramento de aquella atmósfera lúgubre que lo rodeaba, para que expresara esa esplendorosa teofanía que manifiesta la gracia de Dios a los enfermos. Esto se nota en la designación misma del sacramento. Se llamaba “De la extremaunción”, lo que implicaba un momento tétrico, la llegada de la muerte, sombra inexorable que sentenciaba al enfermo que yacía en su lecho y lo conducía al Hades y que venía acompañada por el cura. Esto cambió a “Unción de los enfermos”, indicando la nobleza del sacramento, que no es solo para preparar a la muerte cuanto para consolar al que sufre. A pesar del esfuerzo, y quizá por la desaceleración sufrida en la reflexión teológica, todavía hay fieles que buscan al cura instantes antes de que sobrevenga la muerte. La “extremaunción” recibió, en la misma “Sacrosantum concilium”, No. 73, este nuevo nombre precisamente porque “no es sólo el sacramento de quienes se encuentren en los últimos momentos de su vida”. Quiero volver a proponer estas ideas justo para que reconozcamos el momento más oportuno para administrar este sacramento y hacerlo, sobre todo, en forma solemne.

 

La naturaleza del sacramento

 

Ya el concilio de Florencia describía sus elementos esenciales. Posteriormente Trento lo declaró de institución divina, señalando los efectos que producía y reconociendo en su administración la gracia del Espíritu Santo, por cuanto es causa de purificación de los pecados, alivio y consuelo para el enfermo y suscitando en quien lo recibe confianza en la misericordia divina. Ya ungido, el enfermo sobrelleva mejor los sufrimientos y el peso de la enfermedad, resiste más fácilmente las tentaciones del demonio siendo que no poas veces incluso consigue salud para el cuerpo si conviene a la salud del alma. El Papa Pablo VI estableció una nueva fórmula para el sacramento eliminando algunas unciones que parecían innecesarias y enfatizando en la misericordia de Dios, en la ayuda que brinda el Espíritu Santo, para liberar de sus pecados al enfermo y concederle la salvación, así como consuelo en su trance.

El ritual mismo del sacramento señala que la celebración consiste primordialmente en la imposición de manos por parte de los presbíteros de la Iglesia sobre el enfermo, la oración y la unción con el óleo bendecido. Este rito en sí mismo es el que confiere la gracia del sacramento.

Si el sacramento otorga, pues, la gracia del Espíritu, si con este rito el ser humano es ayudado plenamente en su salud, es confortado con la confianza en Dios y robustecido contra las tentaciones del enemigo y la angustia de la muerte, de modo que pueda, no sólo soportar sus males con fortaleza, sino también luchar contra ellos e incluso conseguir la salud, es necesario verlo como un signo que nos mueve a construir, desplegar y hacer crecer además de consolidar la fe cristiana.

Todo esto nos lleva a pensar en lo urgente de recuperar los valores de este sacramento, así como mejorar en lo posible su administración, no solo en las visitas a los enfermos individualmente, cuanto en la celebración solemne, es decir, con la presencia de muchos fieles en algunos momentos fuertes de la vida de la Iglesia. A algunos presbíteros les gusta administrarlo en la Cuaresma, por cuanto lo unen al perdón de los pecados, y lo hacen dentro de la Semana Santa. Acaso no tenemos otra actividad digna de mejor suerte. Recuerdo alguno que, porque no se sentía atraído a participar en la celebración de la solemne misa Crismal el Jueves Santo, cuando el obispo, además de renovar las promesas al presbiterio, consagra el Santo Crisma y bendice los óleos de los enfermos y los catecúmenos, dedicaba la mañana de ese significativo día a celebrar una Eucaristía un poco apócrifa y ausente de sentido, dando masivamente el sacramento a los enfermos de su parroquia.

Estas tendencias, además de encoger la majestad del sacramento al impedirle aportar la gracia de la participación en la plenitud de Cristo, por cuanto se le niega su nexo con la vida, con la resurrección de Cristo, resulta, además, como un modo algo obvio de deshacernos del aceite viejo, el que va a quedar, “porque mañana vendrá el nuevo”.

Tengo para mí que eso no aporta mucho. Si el sentido correcto del sacramento de la Unción de los enfermos ha sido unir siempre al enfermo con Cristo, no se debe pensar solo en su pasión, sino, más todavía, en la resurrección del Señor. Sabemos que todo ser humano, enfermo o no, morirá un día. Por ello la Iglesia debe buscar acompañarlo en su dolor y hasta en su proceso de muerte, a sabiendas de que este bautizado se está preparando, en todo sentido, para participar de la resurrección de Cristo. Por ello me confieso convencido de que la Unción de los Enfermos debe darse en Pascua.

 

Un sacramento pascual

 

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