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¡Ad vitam!

By Mons. Vittorino Girardi S. Febrero 04, 2022

El Decreto del Concilio Vaticano II sobre la Actividad Misionera de la Iglesia, el muy conocido Ad gentes es, sin duda, uno de los Documentos más logrados del mismo Concilio, y que fue aprobado casi a la unanimidad por los Padres Conciliares. Fue la votación más alta de todas las realizadas en el Concilio, con sólo cinco “non placet”.

El Capítulo IV está dedicado a los Misioneros y en él se describe, detalladamente, la belleza de la vocación misionera específica y se traza el perfil de cuantos, por un don especial de la gracia, se han decidido a seguir la “huellas de su Maestro”, enviado del Padre “para estar en su compañía y para ser enviados a predicar con poder” (Mc 3, 14).

No cabe duda, de que en la descripción del rostro y del alma del misionero, hay un auténtico “crescendo” que llega a su máxima expresión cuando se afirma: “El enviado entra en la vida y en la misión de Aquel que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo (Flp 2, 7), por lo cual ahora debe estar dispuesto a perseverar toda la vida en su vocación, a renunciarse a sí mismo y a todo lo que tuvo hasta entonces y a hacerse todo para todos” (cfr 1Cor 9, 22).

Hace muchos años ya, que me resuena dentro esa afirmación: “ad vitam stare”, es decir, “perseverar toda la vida”. Nos hallamos con una de las más luminosas herencias combonianas.

Cuando Comboni afirma que la primera “casa abierta en la misión”, es la casa de formación en Verona, es porque él quiere y sueña con que, en esa casa se forme a misioneros, “que persistan en el firme propósito de consagrarse por toda la vida al servicio de la obra para la regeneración de África” (Reglas de 1871, Cap. II).

Al respecto, nuestro Fundador hubiera podido hacer suya la exhortación de San Pablo: “sean imitadores míos como yo lo soy de Cristo” (1 Cor 11, 1). En efecto, su breve vida ha sido marcada y como sellada por un sucederse de juramentos de fidelidad a su consagración misionera “ad vitam”, de por vida.

Él tenía 17 años, cuando por primera vez, de rodillas, a los pies del “Santo Vecchio” (Santo Anciano) don Nicolás Mazza, juró su fidelidad a África; desde donde acababa de volver, cansado y enfermo, el padre Abuna Vinco, del mismo instituto Mazza.

Repitió su solemne juramento, cuando a los 27 años, acogió la invitación del P. Oliboni, ya casi en agonía, allá en la desolada Misión de Santa Cruz, en Sudán, cuando éste suspiró: “aunque uno solo quede, jure que va a ser fiel a la misión africana”.

Y Comboni, cierra su camino de fidelidad “ad vitam”, cuando a punto de expirar, en Khartum, Sudán, tomado la mano del joven clérigo Juan Dichtl, le insiste: “jura que vas a ser fiel a tu vocación hasta la muerte”.

 

Sin mirar atrás…

 

Tocamos aquí lo “esencial” de la vocación misionera, su “verdadero corazón”, a saber, la personal disposición incondicional para que la misma Misión nos “consagre”, es decir, nos una a Cristo de una manera definitiva, sin mirar atrás, y sin preocuparnos de lo que pueda seguir, después de pronunciar el ¡Sí, aquí me tienes!... Hay que atreverse, con su gracia, a asumir toda la fuerza y las consecuencias de lo que afirma el Autor de la carta a los Hebreos, cuando nos describe la vocación de Abraham: “por la fe obedeció Abraham al ser llamado, saliendo hacia la tierra que debía recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba… a tierra extraña” (Heb 11, 8-9).

En una ocasión, tuve la feliz oportunidad de ser recibido por nuestro Papa emérito Benedicto XVI. Sentí su acogida como una invitación a hablarle de mí, de mi vocación misionera… Dejando los temas oficiales del encuentro, le comenté: “Santidad cuando me ordenaron sacerdote, un formador que bien me conocía, me comentó, Padre Vittorino, nunca creía que pudiera ser misionero comboniano, no otra razón, sino por tu falta de salud… y ahora -concluí- Santidad estoy aquí, hermano suyo en el episcopado”. Y el Papa, con la serenidad de quien se siente en las manos de Dios, me comentó: “Yo tampoco tenía mucha salud, y aquí estamos”.

Era otro modo para evidenciar lo esencial de toda vocación, a saber, la plena disponibilidad a la acción de Dios, Padre providente; acción siempre misteriosa, siempre sorprendente, aunque siempre amorosa. Lo expresó Jesús mismo, afirmando: “Mi Padre siempre trabaja y yo con Él” (Jn 5, 17)… Lo que realmente cuenta es atreverse a ser barro en sus manos de divino Alfarero.

Gracias a esta “disponibilidad”, no ha sido menos misionera la niña Teresita Castillo de Diego, que falleció a los diez años, el 7 de marzo del año 2021. Aceptó varias y muy dolorosas operaciones, ofreciéndolas todas “para que muchos niños -repetía- conozcan a Jesús y vayan al Cielo, felices, para siempre, para siempre”.

El padre Ángel Camino L., Vicario Episcopal de la Octava Zona de Madrid, la visitó en el Hospital y la constituyó misionera de la Iglesia Católica, haciendo que se le entregara el documento oficial.

 

Dejar a Dios…

 

Ha sido en esta lógica de la inevidencia y de la fe que en no pocas ocasiones he sorprendido a un amigo y hermano mío comboniano. Cuando, estando en la misma comunidad, recibíamos la información acerca del estado de salud muy precaria, de algún misionero enfermo o anciano, él espontáneamente me comentaba: pidamos que el Señor lo recoja, para que ya no sufra… Sé que le sorprendía preguntándole: “¿y no será ese hermano nuestro misionero, el más fecundo de bien ahora, en la dolorosa experiencia de inutilidad?”.

Por la fe y con su fuerza , hay que atreverse a dejar que la vida, la nuestra, en algún momento, “se pase en pura pérdida”, dejando a Dios hacer de ella, lo más fecundo de nuestra existencia terrena.

Comboni, nos diría que ese es el lenguaje de los santos, quienes, sin embargo, son los únicos a quienes debemos escuchar y seguir.

Un día San Juan de la Cruz, enfermo de muerte a los 49 años, recibió una carta de parte de una buena señora, que le aseguraba su oración para que pronto sanara y pudiera así continuar haciendo mucho bien… Conocemos la respuesta del Santo: “No hay nada ni nadie que nos una a Dios y coopere con Él a salvar almas como el sacrificio y el pleno deshacimiento de nosotros mismos.

Desde estos renglones, quiero expresar un gracias enorme a todos nuestros Padres y hermanos residentes en las distintas casas de ancianos, auténticos misioneros combonianos “ad vitam”.

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