No es que las riquezas, en sí, sean malas, ni tampoco los ricos. Ha habido, los hay, y los seguirá habiendo, ricos santos. Lo malo está en el mal uso, en el egoísmo y la insolidaridad, la avaricia y el acumulamiento insaciable del dinero. De ahí la condena de Jesús y sus duras recriminaciones: “Os aseguro que difícilmente entrará un rico en el Reino de los cielos. Lo repito: Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de los cielos” (Mateo 19, 23-24).
En todo caso, no se deben atenuar las enseñanzas de Jesús ni recortarlas a su antojo: “Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres -así tendrás un tesoro en el cielo- y luego vente conmigo” (Mateo 19,21). La invitación es para todos, aunque el Evangelio no impone la obligación a nadie; cada quien responde según su capacidad de dar y darse en que consiste el auténtico amor, “señal” de que es cristiano. El Evangelio, pues, como fuente de inspiración en la consecución del Reino.
Por lo mismo, a lo largo de la historia de la Iglesia ha habido quienes, en un momento dado, han vendido todo, han repartido su dinero entre los pobres y han seguido a Jesús. Y todo ello, insisto, bajo la inspiración del Evangelio que les movió a integrar su Reino y extenderlo por el mundo de su tiempo. El santoral está lleno de admirables ejemplos. Pues, bueno, a seguirlos en lo posible de acuerdo a los planes de Dios sobre nuestras vidas.
Prosigo otro día, Dios mediante.