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“Lo que falta a los padecimientos de Cristo” (Col 1-24)

By Mons. Victorino Girardi S. mccj Octubre 14, 2022

San Pablo se encontraba prisionero en Roma, y esa situación suya duró por lo menos dos años. Durante ese tiempo tuvo oportunidad para ser informado acerca del “camino” de las comunidades cristianas que habían surgido por su trabajo evangelizador de Apóstol de los paganos.

La comunidad de los Filipenses envió a Roma alguien que, en nombre de todos, le informara a Pablo del fervor y de la comunión que distinguían aquella comunidad y que, además, en nombre de todos, le pudiera entregar una generosa ayuda económica a Pablo.

Pablo, profundamente conmovido y agradecido, dirige a los Filipenses una carta en que desbordan su admiración y su cariño. “Doy gracias a mi Señor, todas las veces que pienso en ustedes. En cada una de mis plegarias, siempre pido con gozo por ustedes. Los llevo en mi corazón… Deseo intensamente verlos a todos ustedes en el Corazón de Cristo Jesús” (1,3.4.7.8).

Sin embargo, para Pablo “en cadenas” allá en Roma, no todas las informaciones que iba recibiendo, eran motivo de consuelo… En la comunidad de los Colosenses, habían entrado “maestros de errores y falsedades” que podrían trasformar aquella joven Comunidad en un grupo indefinido en que se mezclaban creencias judías, elementos cristianos con otros paganos. Pablo, les insiste en su carta para que ellos no se dejen llevar en absoluto por “vanos y absurdos engaños” (Col 2,8) y por otra parte manifiesta firme su determinación de unirse a Cristo Redentor y de colaborar con Él, escribiendo: “Ahora yo gozo en los sufrimiento que soporto por ustedes y cumplo en mi lo que les falta a los padecimientos de Cristo” (Col 1,24). Pablo quiere unirse a Cristo y cumplir lo que les falta a sus padecimientos para que la joven comunidad de Colosos, recupere el camino correcto.

Ahora bien, sabemos que nada falta a los padecimientos redentores de Cristo. Con fuerza, lo expresó Jesús mismo, desde la cruz, exclamando: “Todo está cumplido” (Jn 19,30). Jesús había llegado a ese “extremo” que San Juan había testificado en su Evangelio, escribiendo: “Jesús habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo” (Jn 13-1).

Lo que les falta a los frutos redentores del Misterio Pascual de Cristo, es su aplicación al mundo, a la humanidad toda. En esta labor “corredentora” todos los discípulos de Cristo estamos llamados a cooperar.

Como lo recuerda y lo enfatiza el Concilio Vaticano II, en la Constitución Dogmática Lumen Gentium, María ocupa el primer lugar en la Iglesia, como discípula y entonces como cooperadora (Socia Christi) en la obra redentora de su Hijo. Lo ha sido siempre, desde la Anunciación, hasta el Calvario y Pentecostés.

 

Dios sorprende

 

Hace tiempo, leí esta afirmación del conocido teólogo y místico Card. Von Balthasar: “si Dios aún no te ha sorprendido, todavía no te has encontrado con Él”.

Cuanto más nos acercamos al Misterio de María, la Madre del Señor más constatamos- y nos asombra- que su camino en la fe, ha sido un prolongado pasar de sorpresa en sorpresa. Dios la ha sorprendido con frecuencia. Y si en la sorpresa de la Anunciación, María responde con su plena disponibilidad y con el gozo lleno de asombro que se hace canto en el Magnifica, a la sorpresa del Hijo adolescente que inesperadamente queda en Jerusalén, reacciona sin comprender y como ella misma lo expresa, “con angustia”. La respuesta que Jesús da a su justificado reclamo: “Hijo, ¿Por qué nos hiciste esto?”,en lugar de atenuar su sorpresa y angustia materna, sin duda, las acrecienta: “¿por qué me buscaban?” (Lc 2-48).

Estamos acostumbrados a ver la máxima expresión de “dolorosas” sorpresas que marcaron el camino mariano, contemplando a María a los pies de la cruz y escuchamos con ella, las palabras con que su Hijo le pide su definitivo desprendimiento: “Mujer he ahí a tu hijo” (Jn 19,26).

Sin embargo, hay algún tiempo en que me dejo “sorprender” y cuestionar por otro breve relato evangélico…Jesús estaba afirmando verdades tan inesperadas, tan nuevas, que hacía pensar a sus enemigos, en dos posibilidades: o se trataba de un loco o de un poseído por el demonio (cfr. Mc 3,20-21). En esa circunstancia, María preocupada por su Hijo, se acercó un día a una casa en donde Jesús estaba instruyendo al pueblo.  Los oyentes eran númerosos. María llegó y no pudo acercarse directamente a Jesús. Pasó la voz y le dijeron a Jesús “ahí está tu madre y tus parientes, y te buscan” (Mc 3-32).

Nueva sorpresa: “¿Y quién es mi madre y quienes son mis hermanos?” pregunta Jesús’. Cuál sería la reacción de María? Me la imagino, que sin presentar su “derecho” de madre, para abrirse camino hacia Jesús, se retiraría en silencio, otra vez sin comprender el modo de reaccionar de su amado Hijo y “guardando todo en su corazón, meditándolo y orando” (cfr. Lc 2-51).

Es su modo no programado  de cooperar, (pero aún por eso, creo que más eficaz, más fructuoso), con la misión de su Hijo y así “completando” lo que le faltaba a su obra redentora.

 

Mediadora e intercesora

 

María, una vez completada su obra de “corredentora” durante su vida terrena, la prolonga ahora en el Cielo nos recuerda el mismo Concilio Vaticano II…  Y en la historia de la Iglesia, la Divina Providencia, periódicamente, en distintas partes del mundo cristiano, y de varios modos, nos da patentes pruebas de la acción mediadora e intercesora de María en favor de nosotros sus hijos.

Actualmente me encuentro en Italia, y advierto que de un modo que llamaría humilde, en un ambiente cristiano fuertemente religioso, se hace referencia a lo que aconteció el 29 de agosto de 1953, allá en Siracusa (Sicilia). Pronto van a hacer 70 años.

Antonieta, casada desde hacía 4 meses, estaba teniendo un difícil y doloroso embarazo. Aquel día, el 29 de agosto, no fue al trabajo y se quedó en casa y en cama. Mientras miraba la pared en que pendía una pequeña imagen de yeso pintado, representando a María, que mostraba a su Corazón Inmaculado, vio que de sus ojos caían lagrimas que alcanzaban la misma cama…

Pronto el mismo prodigio fue visto por miles de ciudadanos allá en Siracusa y a su vez se tomó del mismo fenómeno, abundantes documentos fotográficos que aún hoy pueden ser estudiados.

Pronto se hizo lo posible para recoger parte, al menos, de aquellas lágrimas que sometidas a análisis químicos, resultaron tener la composición de las lágrimas humanas. La aceptación eclesiástica del prodigio, no se hizo esperar mucho tiempo, como en otras ocasiones, precisamente debido a la convergencia de muchas “pruebas”, que lo estaban acompañando y testificando…

Hoy en día, en Siracusa se levanta muy bello y grande el santuario de la “Virgen de la Lágrimas”, meta de millones de peregrinos.

Pío XII, en el mes de diciembre de ese mismo año 1953, lanzó esa súplica y a la vez desafió: ¿comprenderemos el sentido de estas lágrimas?

Cuando en 1994, S. Juan Pablo II, visitó el Santuario, afirmó que esas lágrimas confirman la presencia maternal de María en la Iglesia. Pero -añadió- “una Madre llora cuando sus hijos se encuentran amenazados, en peligro… y llora con lágrimas que son expresión profunda de preocupación, y son a la vez súplica, pero también son motivo de esperanza. María que llora es también María de nuestra esperanza”.

Y San Juan Pablo II concluía su expresión, añadiendo: “y sus lágrimas, las lágrimas de María nuestra madre, se unen a las nuestras”.

De su parte nuestro Papa Francisco, nos ha recordado repetidamente que las lágrimas de María, nos invitan a entender y sobre todo a comprender que una Iglesia “sin lágrimas”, no puede entenderse a sí misma y no puede cumplir con su misión de consolar, como madre, a cuantos sufren y a cuantos no tienen la esperanza que Cristo trajo al mundo.

La Virgen de las Lágrimas, a quien podemos igualmente llamar Virgen de los Dolores, es así espejo o imagen de la Iglesia:  a Ella le contemplamos para comprender lo que la Iglesia es, Madre, y entender la misión de la misma, y también el modo de llevarla a cabo. Como otra vez lo afirma el Concilio Vaticano II, la Iglesia procede con alegría, la alegría de amar y servir, pero también, camina entre pruebas y lágrimas. Teniendo en cuenta a María, como “espejo”, la Iglesia, fija su mirada en Jesús, se compromete en ser lo que Cristo quiso que fuera, servidora amorosa, aunque entre lágrimas y esperanza, de la entera humanidad.

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