La Iglesia se recoge hoy en oración, en silencio y en gratitud. El paso a la Casa del Padre del Papa Francisco, el sucesor de Pedro, nos toca a todos profundamente. Se ha ido de este mundo un hombre que marcó la historia de la Iglesia y de la humanidad. Nos queda su testimonio luminoso, su magisterio profético, su entrega generosa. Hoy celebramos esta Eucaristía para encomendar su alma al Señor, confiando en la promesa de Cristo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá” (Jn 11,25).
En este tiempo de Pascua, estamos invitados a dejarnos encontrar por el Resucitado, que transforma la tristeza en misión y la pérdida en esperanza viva. Las lecturas tejen un itinerario pascual: Kerigma que convierte en los Hechos de los apóstoles, confianza que se abandona en el salmo y encuentro que transforma en el evangelio de Juan. La Iglesia, como María Magdalena, está llamada a anunciar desde la experiencia personal: "¡Vivimos porque Él vive!".
En la primera lectura (Hechos 2,36-41) Pedro, lleno del Espíritu, proclama con firmeza que Jesús, crucificado por manos humanas, ha sido constituido Señor y Mesías por Dios. Su palabra toca el corazón de la multitud y los lleva a una conversión profunda. La Pascua es este paso de la muerte a la vida que comienza con el reconocimiento humilde del pecado y la apertura al don del perdón. El bautismo y la promesa del Espíritu se nos ofrecen hoy también como respuesta viva a la predicación del Evangelio.
El salmo proclamado (Salmo 32) es un canto de alabanza al Dios fiel y justo, cuya palabra es recta y cuyas obras son verdad. Nos recuerda que el Señor cuida de los que lo temen, que su mirada amorosa está sobre quienes esperan en su misericordia. En este tiempo pascual, el salmista nos invita a renovar la confianza en el Dios que no defrauda y que ha vencido la muerte con el poder de su amor.
En el evangelio (Juan 20,11-18), María Magdalena, la "apóstol de los apóstoles", protagoniza el drama más humano de la Pascua: busca entre lágrimas al Crucificado y encuentra al Resucitado. Su ceguera ante Jesús refleja nuestra incapacidad para reconocerlo fuera de los esquemas humanos. El Maestro la llama por su nombre, desatando el éxtasis del encuentro: ¡Raboní! Aquí se revela el corazón de la fe pascual: no es doctrina abstracta, sino relación viva con quien nos conoce y nos nombra. Jesús le prohíbe tocarlo, no por rechazo, sino porque su presencia ya no será física, sino sacramental, "Subo al Padre". La Magdalena corre a anunciar, mostrando que el auténtico encuentro con Cristo resucitado siempre se convierte en misión.
El Papa Francisco fue un pastor con el corazón de Cristo. Desde que apareció por primera vez en el balcón de San Pedro, nos habló con sencillez, nos pidió orar por él, y con eso nos indicó el tono de su pontificado: cercanía, humildad, comunión. Fue el Papa de la misericordia, de la ternura de Dios, del Evangelio vivido en lo cotidiano. Supo mirar el mundo con compasión, escuchar el clamor de los pobres, de la tierra, de las víctimas, de quienes han sido dejados a un lado en nuestras sociedades.
En él vimos cumplidas las palabras de Jesús: “El buen pastor da la vida por sus ovejas” (Jn 10,11). Francisco la dio entera. Con su salud frágil, con su avanzada edad, siguió viajando, predicando, escribiendo, encontrándose con pueblos, con culturas, con personas heridas. Nunca se guardó nada para sí. Su vida fue oblación.
Su magisterio fue un verdadero mapa espiritual para el siglo XXI. Con Evangelii Gaudium, nos recordó que el Evangelio no es una carga, sino una fuente de alegría. Con Laudato Si’, nos enseñó a escuchar el grito de la tierra y el grito de los pobres, llamándonos a una conversión ecológica. Con Fratelli Tutti, nos convocó a reconocernos hermanos, más allá de credos, razas, lenguas o fronteras. Con Amoris Laetitia, nos habló de la belleza del amor en la familia y del valor de acompañar con discernimiento a quienes viven situaciones difíciles. Y con su impulso sinodal, nos devolvió el arte de caminar juntos, de escuchar, de discernir en comunión con el Espíritu.
Pero, más allá de los textos, lo que más nos conmovió fue su modo de ser. La forma en que miraba, en que abrazaba, en que se detenía ante el dolor. Su sonrisa desarmaba. Su lenguaje sencillo abría puertas. Sus gestos hablaban más que muchos discursos. Visitó las periferias del mundo y del alma. Se arrodilló ante refugiados, ante víctimas, ante niños enfermos. Habló a los poderosos con valentía, y a los pequeños con dulzura.
Francisco no buscó ser comprendido por todos, sino ser fiel al Evangelio. Y eso, a veces, duele. Soportó críticas, resistencias, incomprensiones. Pero nunca se desvió del camino. Como San Pablo, pudo decir: “He peleado el buen combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe” (2 Tim 4,7). Su vida fue un sí permanente a la voluntad de Dios, un Fiat franciscano, sencillo y total.
Queridos hermanos y hermanas, en este momento de duelo, la Iglesia no se encierra en la tristeza, sino que se abre a la esperanza. Porque creemos que la muerte no tiene la última palabra. Celebramos esta Eucaristía —el memorial de la Pascua de Cristo— para confiar la vida de nuestro amado Papa Francisco a la misericordia infinita del Padre. Él, que tanto nos habló de la ternura de Dios, ahora la contempla cara a cara.
Y nosotros, ¿qué haremos con lo que él nos ha dejado? ¿Qué haremos con su ejemplo, con su palabra, con su testimonio? No podemos dejarlo como un recuerdo bonito o como una página cerrada de la historia. Francisco nos ha dejado una misión: seguir haciendo de la Iglesia un hogar para todos, una casa abierta, una comunidad que sirve, que escucha, que se pone en camino.
Que esta misa en sufragio sea también una renovación de nuestro compromiso eclesial. Que en Costa Rica, como en tantas partes del mundo, su voz siga viva en nuestras comunidades, en nuestros pastores, en nuestras familias. Que su sueño de una Iglesia pobre para los pobres, sinodal, misionera, samaritana, siga inspirando nuestro caminar.
Y que, cuando la historia recuerde su nombre, no sea solo como el primer Papa latinoamericano, o como el que reformó la curia, o como el pontífice que habló de ecología y fraternidad, sino como lo que verdaderamente fue: un hombre de Dios que supo vivir con sencillez, amar con el corazón de Cristo, y morir en la esperanza de la resurrección.
Papa Francisco, gracias.
Gracias por tu vida entregada.
Gracias por enseñarnos a vivir con alegría el Evangelio.
Gracias por mostrarnos el rostro tierno de Dios.
Descansa en la paz del Señor.
Amén.
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