Hace tres décadas, un centro abrió sus puertas para enseñar a vivir, no solo letras. El Centro Juvenil Luis Amigo y Ferrer nació de una necesidad urgente en el tejido cotidiano de la comunidad: brindar oportunidades reales, afecto constante y herramientas para que cada joven elija su propio camino.
Hoy, al cumplir treinta años, ese lugar sigue siendo un faro discreto y seguro, donde el riesgo se transforma en aprendizaje y la reinserción social se cocina en la escucha, la conversación y la esperanza compartida.
Detrás de cada puerta hay una historia que merece comprenderse con ternura.
Moravia conoce el rostro de la vulnerabilidad: jóvenes que transitan entre la frialdad de entornos que no los esperan y la promesa tibia de aulas a las que llegan con mochilas cargadas de experiencias.
Pero también sabe de la fuerza de las redes que se tejen cuando hay voluntad: familias que sostienen, docentes que acompañan, voluntarios que entregan su tiempo, y jóvenes que conservan la capacidad de imaginar un mañana distinto.
En medio de esa complejidad, el centro se propone sostener la dignidad de cada persona y abrir puertas a través de la educación para la vida.
La misión, delineada con claridad y afecto, habla de desarrollo integral para niñas, niños y adolescentes en riesgo social y en conflicto con la ley.
No se entrega a la juventud como un problema que resolver, sino como una persona en proceso de construir su historia.
Se trata de un marco que prioriza derechos y responsabilidades, que entiende que la educación es un modo de vivir: escuchar sin juicios, acompañar con paciencia y brindar herramientas para trazar un itinerario propio.
En esa ética late la convicción de que la reinserción verdadera nace del reconocimiento de la humanidad compartida y de la capacidad de la comunidad para sostener a quien busca caminos legítimos hacia su plenitud.
La visión del centro es amplia y cercana.
No promete utopías lejanas, sino concreciones posibles: mejorar la continuidad educativa, abrir horizontes laborales, fortalecer la cohesión familiar y fomentar una identidad que haga del territorio un lugar de pertenencia.
La reinserción es un proceso relacional: cada encuentro cuenta, desde el saludo matutino hasta la conversación después de la clase, desde la revisión de un proyecto hasta el abrazo que disipa el miedo a volver a intentarlo.
Así, la educación se transforma en experiencia compartida y la cultura en puente entre nombres e historias.
Los valores que sostienen esta tarea no son consignas escritas, sino prácticas vivas: dignidad y respeto por la diversidad; justicia restaurativa y reparación; participación comunitaria; empatía y acompañamiento; transparencia y rendición de cuentas; innovación educativa y cultural.
Cada día se reconocen en acciones simples: escuchar antes de decidir, apoyar en la frustración y celebrar los logros, por pequeños que parezcan.
Quien entra al centro descubre una educación que trasciende lo convencional.
Refuerzo académico y tutorías personalizadas conviven con continuidad educativa y alfabetización digital. Intervenciones psicosociales ayudan a entender contextos y aspiraciones, siempre desde la justicia restaurativa.
Surgen habilidades para la vida: manejo emocional, resolución de conflictos, toma de decisiones, orientación vocacional y emprendimiento social.
La salud y el bienestar ocupan un lugar central para sostener el aprendizaje y la curiosidad. Y la cultura, el arte y el deporte florecen: música, teatro, danza, artes plásticas y proyectos culturales que permiten a los jóvenes revelarse ante sí mismos y ante la comunidad con voz propia.
La participación comunitaria no es una táctica, sino una filosofía: proyectos de servicio que conectan a los jóvenes con su entorno; espacios de escucha para familias y docentes; alianzas con escuelas, iglesias, municipalidad y entidades civiles.
Esta red evita el aislamiento y sitúa al joven en un flujo de apoyos sostenidos.
A lo largo de treinta años, el modelo ha dejado huellas en la vida cotidiana: aulas más inclusivas, conversaciones familiares más abiertas y miradas docentes que reconocen el poder del acompañamiento.
Los efectos se sienten antes de que se midan en números.
En lo educativo, mayor retención y retorno a la educación formal; desarrollo de competencias digitales que abren puertas a estudios superiores y al trabajo.
En lo social, menor reincidencia y una red de apoyo que se fortalece entre familias, docentes y servicios públicos.
En lo cultural, expresiones juveniles que encuentran cauce en proyectos artísticos y fortalecen el orgullo por la identidad local.
Las voces que sostienen la memoria son diversas y humanas: jóvenes que reinventan su historia mediante la educación, el arte o el deporte; familias que perciben mejoras en convivencia y oportunidades; docentes y voluntarios que destacan la dignidad, la escucha y la fe en el potencial de cada joven. Cada relato es una chispa que, repetida, ilumina un panorama: la educación transformadora no es lujo, sino necesidad básica para una sociedad más justa.
Ninguna trayectoria está exenta de desafíos. Recursos limitados y dependencia de donaciones requieren creatividad y paciencia.
Estigmas sociales exigen campañas de sensibilización que abran espacios de confianza.
La capacitación continua del personal y de voluntarios es imprescindible ante realidades que cambian. Desafíos normativos y tecnológicos requieren una actitud de aprendizaje constante.
Pero cada obstáculo ofrece lecciones: la reinserción es un esfuerzo colectivo que acoge a la familia y la comunidad; la evaluación constante fortalece la confianza; y la humildad de reconocer errores abre puertas a mejoras reales.
Las alianzas sostienen este trabajo: instituciones gubernamentales, ONGs, fundaciones y empresas socialmente responsables que amplían oportunidades y comparten buenas prácticas.
Las sinergias con escuelas y centros culturales acercan a los jóvenes a experiencias formativas y a una memoria compartida de lo posible cuando se escucha y coopera.
Mirar hacia adelante implica conservar lo esencial y abrazar la innovación con responsabilidad.
Ampliar servicios a comunidades cercanas, fortalecer alianzas y políticas de juventud a nivel local y regional, y profundizar la prevención primaria que actúe en familia y escuela.
Sobre todo, este legado de treinta años invita a continuar sembrando oportunidades, escuchar voces y construir, día a día, una Costa Rica en la que la niñez y la juventud no sean motivo de preocupación, sino de orgullo.
En este aniversario no hay vanidad, sino tela de gratitud y compromiso.
Gratitud por cada niño que cruzó la puerta con miedo y salió con certeza; por cada joven que encontró en la escuela un lugar para aprender a soñar con responsabilidad; por cada familia que descubrió que la convivencia puede mejorar con paciencia y diálogo; por cada maestro, voluntario y trabajador que convirtió la paciencia en una reforma cotidiana.
Y, sobre todo, gratitud por la posibilidad de creer que la educación puede salvar y dignificar, no de forma aislada, sino como experiencia compartida que transforma comunidades.
Para cerrar, resuena la memoria de Luis Amigo y Ferrer, cuyo nombre evoca una vida dedicada a la educación y al cuidado de la niñez.
Su ejemplo nos recuerda que cada niño y cada joven merece ser visto, escuchado y acompañado con una mirada que no cansa.
La educación es un derecho transformador, y la juventud en riesgo, cuando recibe acompañamiento y oportunidades, puede convertirse en motor de una Costa Rica más justa, más humana y más próspera para todos.
Que este treinta aniversario sea apenas el inicio de una historia aún más larga de aprendizaje, compasión y esperanza.