La mayoría de las fiestas patronales, podríamos decirlo, son expresión de auténtica sinodalidad parroquial, donde como en pocas áreas de servicio y misión, todos contribuyen alrededor de un mismo objetivo caminando juntos y creando comunidad.
Lo importante y fundamental, a nuestro juicio, es que estos momentos y espacios celebrativos apunten en la misma dirección: la comunión fraterna de todos los que integran la comunidad parroquial.
Este encuentro, desde luego, tiene su centro y culmen en la celebración de la Santa Eucaristía, la que debe de ser, con mucha razón, el motivo y la celebración más importante de la fiesta patronal, por más que los recursos económicos sean importantes y necesarios.
En cada Misa sucede el milagro más grande de amor, pues se actualiza el sacrificio de Cristo por amor a la humanidad. En el vino y el pan consagrados, el Cuerpo y la Sangre de Cristo se convierten en alimento de Vida Eterna para cada uno de nosotros.
En la Santa Misa, además, recibimos el Pan de la Palabra, por medio de la proclamación del Evangelio y las demás lecturas bíblicas. Como nos recuerda el Papa Francisco en su Carta Apostólica Aperuit Illis (12-13), “la dulzura de la Palabra de Dios nos impulsa a compartirla con quienes encontramos en nuestra vida para manifestar la certeza de la esperanza que contiene (cf. 1 P 3,15-16)” (…) “Por tanto, es necesario no acostumbrarse nunca a la Palabra de Dios, sino nutrirse de ella para descubrir y vivir en profundidad nuestra relación con Dios y con nuestros hermanos”.
Por esta razón, aunque en nuestras fiestas no pueden faltar el baile, la comida, las presentaciones artísticas, las actividades deportivas, el bingo y hasta la bendición de las mascotas, no se puede perder de vista que la razón de la alegría que compartimos es Cristo, a quien los santos amaron y a quien, de modo insistente, dirigieron los corazones de todos los se acercaban a ellos.
Sobra decir que las fiestas patronales no son motivo para excesos de ningún tipo, mucho menos para la venta de licor que tanto daño hace a las familias. Por el contrario, deben de procurarse espacios familiares, en los que se cree y comparta la fraternidad y la paz como normas de comportamiento.
A través de la colaboración y la ofrenda entregada con amor, las fiestas se convierten en un momento oportuno para el ejercicio de la caridad con las familias de las comunidades que menos tienen, a las que las parroquias apoyan de diversas maneras.
Es importante, desde luego, una actitud de agradecimiento a todos los que participan y aportan en las fiestas patronales. Los laicos comprometidos no son empleados ni siervos, sino personas bien intencionadas que muchas veces donan su tiempo y hasta recursos para procurar que todo sea digno y adecuado.
Por eso, las fiestas son también un momento ideal de reconocimiento a personas e instituciones que aportan, no solo a las fiestas, sino permanentemente al bien de la comunidad en los diferentes campos y actividades.
A la intercesión de los santos patronos ponemos nuestras parroquias y todos los que en ella viven, sirven y trabajan. Por las realidades que nos duelen, frente a las cuales los fieles estamos llamados a ser testimonios de vida cristiana, pedimos también su ayuda celestial.
Vivamos pues, nuestras fiestas patronales con gozo y una conciencia clara de que Dios se alegra cuando su pueblo camina haciendo Iglesia en la fe, la esperanza y el amor.