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Miércoles, 10 Septiembre 2025
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Mis confidencias con una mujer rubia

By Willy Chaves Cortés, OFS Orientador Familiar, UJPll / Doctor en Humanidades, UPF Agosto 17, 2025

En la calma de una casa en Aserrí, el café siempre a la vista y un termo que parece sostener el tiempo, comencé a hablar con Anna Katherine. No era una conversación cualquiera: era la apertura de algo que llevaba dentro, una mezcla de memoria, miedo y deseo de entender. Anna Katherine, mi amiga honesta, escucha sin prisa y sin juicios. Su presencia es la certeza de que no hace falta ser perfecto para ser visto

La nostalgia llegó como una canción de José José, Lo que un día fue no será, y me dejó desnudar mis emociones.

Me di cuenta de que nombrar lo que duele es el primer paso para que el dolor deje de aplastarnos. Anna Katherine me dio permiso para decir lo que sentía, para no esconder la vergüenza ni la ansiedad que a veces me ganan. En su casa, todo parece un refugio: los libros, el silencio, el café tibio en el termo, la promesa de escuchar con verdad.

Mi historia incluye una infancia marcada por el maltrato y una juventud que buscó refugio en la noche.

Hubo un intento de suicidio, voces que empujaban hacia lo imposible y un miedo profundo a la diabetes que aún me acompaña. Contarlo fue como liberar una tensión larga, una gravedad que me mantenía pegado a la sombra. Anna Katherine me permitió ver que la emoción no es un enemigo, sino una señal que merece atención y cuidado. Su voz, suave y firme al mismo tiempo, me recuerda que la verdad de mis emociones merece ser nombrada.

Carl Rogers decía que la empatía y la aceptación incondicional son la base del crecimiento humano.

En su marco, Anna Katherine ofrece esa aceptación sin condiciones: escuchar sin exigir que esté “bien” cuando no lo estoy. La experiencia subjetiva de cada uno es real y válida, incluso cuando socava el orgullo o desafía las normas.

Así, la terapia informal que practicamos no busca curar de inmediato, sino sostener un espacio donde la vulnerabilidad es bienvenida y la autenticidad, un objetivo compartido.

La memoria de quienes ya no están se entrelaza con la vida de quienes quedan. Katherine, mi amiga e infancia Alban, mi hermano que dejó un hueco imposible de llenar. Y Edelito, mi hermano nefrólogo, figura de autoridad y, a veces, de miedo.

En cada recuerdo surge la pregunta: ¿cómo honrarles sin convertir el dolor en un lastre? Viktor Frankl diría que hallar sentido en el sufrimiento da dignidad a la existencia. Anna Katherine me invita a convertir la memoria en propósito, a nombrar a quienes sigo llevando conmigo y a vivir de forma que les rinda homenaje sin depender de su ausencia para justificar mi valor.

La ansiedad que rodea la salud es una compañera poderosa. Miedo a perder el control, miedo a lo que no se puede evitar.

Aaron Beck ofrece una brújula: identificar pensamientos automáticos y reencuadrarlos para reducir la tensión. Anna Katherine ayuda a distinguir entre preocupaciones realistas y miedos catastróficos, a reconocer que cuidar la salud es importante, pero no debe consumirme. Ella me enseña a respirar con intención, a mirar el cuerpo como un mapa que guía, no como un juez implacable.

En cada sesión, la figura de Anna Katherine parece desdibujar el límite entre terapeuta y amiga.

No hay jerarquía: hay conversación. Jean-Jacques Rousseau decía que la emoción es la voz de la verdad interior; escucharla sin censura nos acerca a la autenticidad. Anna Katherine sostiene ese principio y me anima a escuchar la emoción con un ojo en la realidad, otro en el crecimiento. A veces la emoción parece un remolino; ella me recuerda que el remolino puede volverse ruta si le damos una dirección.

La psicología clínica ha buscado entender cómo las emociones pueden sostenerse o desbordar. Sigmund Freud aportó la idea de articular lo que nos asusta enfrentar. Anna Katherine, con su intuición clínica y su experiencia de vida, sabe cuándo callar y cuándo hablar con franqueza.

La posibilidad de explorar las raíces de las crisis de pánico se abre cuando ya no hay miedo a ser juzgado. Aquí, la terapia informal se convierte en un laboratorio de verdad: pruebas de suficiencia para medir el valor de mi experiencia, no para etiquetarme como defectuoso, sino para entenderme mejor.

La diabetes, esa sombra que se alza cada vez que imagino un diagnóstico, no es solo una preocupación médica.

Es una frontera emocional: ¿cómo vivir sin que el miedo la gobierne todo? Donde otros verían una tormenta, Anna Katherine ve una oportunidad para sembrar hábitos que sostengan la vida. Aaron Beck y la terapia cognitiva nos invitan a desafiar pensamientos irracionales, pero Anna Katherine sostiene que esa lucha no es una batalla en solitario; es un viaje compartido, con la esperanza como combustible.

La vida de mis seres queridos que ya no están se mantiene viva en el cotidiano: en la memoria de Katherine, en la presencia de don Pollo, en las palabras que mis amigos me ofrecen en cada tarde amable.

El duelo, cuando se reconoce, se transforma: no en un peso que arrastra, sino en un motor que aporta sentido. Viktor Frankl lo diría de nuevo: se encuentra sentido incluso en la pérdida, y eso da un rumbo para seguir viviendo con dignidad. Anna Katherine me ayuda a nombrar a los que ya no están para que su memoria me oriente, no para anclarme en la tristeza.

El vínculo ético con las emociones no es sólo una cuestión de técnica; es una cuestión de humanidad. Jacques Lacan nos recuerda que hay una diferencia entre el goce y el deseo, entre lo que decimos y lo que sentimos.

En la conversación con Anna Katherine, el deseo de vivir plenamente, de ser auténtico, se vuelve una prioridad.

No se trata de ser valiente en ausencia de miedo, sino de avanzar con miedo de la mano de alguien que sabe escuchar. Jean-Paul Sartre nos invita a tomar responsabilidad por nuestras decisiones. En ese marco, la libertad auténtica aparece cuando aceptamos la responsabilidad de vivir como realmente somos, con todas nuestras dudas y dudas.

Brene Brown acerca la vulnerabilidad a la valentía: la vergüenza florece en secreto; cuando nos mostramos tal como somos, encontramos conexión.

Anna Katherine no juzga; ofrece un espacio seguro para la imperfección. En esa seguridad, la valentía se hace posible: hablar lo que duele sin el miedo al rechazo, permitir que la emoción encuentre su propia voz sin intentar silenciarla con la racionalidad sostenida a empujones.

Erik Erikson nos recuerda que cada etapa de la vida trae su tarea. Superar la vergüenza, abrazar la vulnerabilidad y cultivar relaciones sanas son tareas que, en mi historia, continúan, con Anna Katherine como guía. Su presencia es una disculpa para la juventud inquieta que aún vive dentro de mí, una invitación a no perder la curiosidad ni la capacidad de sorprenderme por la vida.

La intersección entre cuerpo, mente y espíritu aparece como un lugar de cuidado total. Rita Levi-Montalcini señala la plasticidad del cerebro y su capacidad para sanar. Anna Katherine, en su práctica, aprovecha esa idea para fomentar hábitos que sostienen la salud emocional: diálogo, conexión, esperanza concreta. No se trata de curar de golpe, sino de sostener una vida donde las emociones guían hacia acciones que nutren el ser.

Y, en el centro de todo, la fe de la comunidad que acompaña mis días. Don Pollo, mi amigo sacerdote, y la memoria de la fe compartida aportan un marco donde la esperanza se integra con la ciencia.

La espiritualidad, cuando se sabe colocar al servicio de la compasión, no es una evasión de la realidad sino un sostén que permite sostener la fragilidad sin desmoronarse. Esto me lo enseño Pepe mi consejero y coaching de vida.

La terapia de aceptación y compromiso, ACT, ofrece una brújula práctica: vivir según valores, incluso con dolor. Anna Katherine me invita a comprometerme con lo que importa: cuidar de la salud, honrar a los que no están, apoyar a quienes me rodean, y permitirme ser humano, con todas las complejidades que traen las cicatrices.

No es un camino sencillo, pero es auténtico; no promete una curación rápida, promete una vida que tiene sentido en medio de la dificultad.

Así, la figura de Anna Katherine se alza como un faro: una amiga que escucha, que no juzga y que comparte una sabiduría basada en la experiencia de vida.

Su casa, sus libros, su silencio estratégico, su café en el termo, todo ello se entreteje para crear un espacio donde las palabras curan.

No se necesita una certificación para saber escuchar con el alma; basta con la voluntad de estar presente, de sostener sin exigir, de creer que la vida puede ser bella incluso cuando las cicatrices cuentan historias que duelen. 

Si hay una lección que quiero conservar, es la de no juzgar mis emociones.

El miedo no debe dominarme; puede describirse con honestidad y, así, perder parte de su fuerza. Anna Katherine ha mostrado que la verdadera fortaleza no es la ausencia de dolor sino la capacidad de sostenerlo, aprender de él y seguir adelante con un propósito claro.

En esa claridad, la vida adquiere un tono sereno: la tristeza no es prisión, es recordatorio de lo preciosa que es la existencia.

Con la memoria de quienes ya no están y la esperanza de quienes seguimos aquí, camino adelante.

No estamos solos cuando pedimos ayuda y cuando nos atrevemos a ser honestos con nosotros mismos.

Anna Katherine, mi amiga rubia de sabiduría sin par, demuestra que la auténtica terapia comienza cuando dejamos de temer ser vistos tal como somos.

En cada conversación, en cada silencio compartido, entiendo que vivir no es competir por ser invencibles, sino aprender a amar la verdad de nuestras emociones y, sobre todo, a amar a quienes nos rodean con todo lo que somos.

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