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Miércoles, 10 Septiembre 2025
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La educación es, antes que nada, un acto de amor

By Willy Chaves Cortés, OFS Orientador Familiar, UJPll / Doctor en Humanidades, UPF Agosto 22, 2025

Este texto nace de una conversación entre dos amigos bajo un cielo claro, entre pinos y aves que parecen cantar un mensaje sobre el camino que se abre ante mi vida profesional.

Mi amigo Pepe, sabio consejero y coach de vida, llegó como un regalo y dio al espíritu una ruta: la educación desde la fe, la humildad y el servicio.

Su presencia me invita a mirar más allá de las metas académicas y a soñar con una educación que transforme desde la vida misma, desde la coherencia entre lo que se cree y lo que se practica.

En esa conversación fluye, como un río, la pregunta por una pedagogía impregnada de valores cristianos que pueda sostener mi vocación de docente y, al mismo tiempo, alimentar mi deseo de dedicarme a la cocina profesional.

Al inicio de este camino, imagino una educación que no se limita a impartir contenidos, sino que acompaña a cada estudiante en su caminar.

La idea central es simple y radical a la vez: educar para la dignidad de la persona, desde la fraternidad y el servicio.

El marco franciscano que integro en mi vida no es una etiqueta, es una forma de ser en la escuela: una presencia que se traduce en escucha, paciencia y compromiso con el bien común.

Mi vocación no es exhibir virtudes, sino vivir una coherencia entre creer y practicar. En la clase, cada gesto de cuidado, cada palabra que alienta, se convierte en enseñanza y en testimonio.

La conversación con Pepe se despliega como la ruta hacia una misión compartida. Me pregunta qué más deseo estudiar, y mi respuesta inicial es curiosa: quiero ser chef profesional.

Él se ríe con esa sonrisa serena que añade confianza y chispa a la conversación. Su pregunta, sin embargo, va más allá de la curiosidad: ¿cómo puedo ser un profesional excelente con valores cristianos y predicar mi carisma franciscano en mi vida laboral?

La respuesta que voy encontrando se teje con ejemplos de vida y con una pedagogía que no teme cuestionar sus propias suposiciones. Necesitamos, como señala la experiencia, una forma de enseñar que nazca de la vida, de la hospitalidad y del servicio.

En medio del paisaje que nos acompaña, la ruta se convierte en una escuela sin paredes.

El Cerro de la Muerte no es sólo un escenario geográfico; es una metáfora de la exigencia y la claridad de propósito que requiere la vocación educativa.

La altura física se mezcla con la altura moral: aprender a hablar menos de uno mismo y a aprender más de quienes aprenden con nosotros.

Allí, entre el viento y la quietud, percibo que la verdadera grandeza de un educador está en la transparencia, en la humildad y en la capacidad de sembrar aprendizaje a través de la vida compartida.

La naturaleza que nos rodea —el susurro de las hojas, el pliegue de la ladera, el cántico de las aves— se vuelve maestra.

Cada tramo del camino revela que la educación verdadera no es un logro aislado, sino una presencia constante: sembrar, cuidar y acompañar a cada persona en su proceso.

Este aprendizaje no está limitado a las calificaciones; es una formación plena que abarca la ética, la relación con los demás y la mirada al mundo con ojos de responsabilidad.

Si algo queda claro, es que la pedagogía cristiana no es una disciplina aparte, sino la forma misma de vivir la educación: una práctica que invita a pensar de manera crítica, a dialogar con apertura y a amar en la diversidad.

En el presente hay una tensión creativa entre dos sueños: terminar la licenciatura en Docencia y desarrollar la carrera en Orientación Educativa, y, al mismo tiempo, explorar la cocina profesional como un campo de aprendizaje y servicio.

Esta tensión no es contraria, sino complementaria: la cocina, vivida con ética y sensibilidad, se convierte en un lenguaje para enseñar valores.

La comida se transforma en un aula en la que cada detalle —la textura, el aroma, la presentación— habla de dignidad, de paciencia y de cooperación.

En ese sentido, la gastronomía no es un simple oficio; es una oportunidad de construir vínculos humanos, de abrir espacios para compartir, de enseñar con el ejemplo que lo básico puede convertirse en catedral de aprendizaje.

La experiencia de Pepe, que acompaña mi crecimiento, se repite en cada gesto de servicio, en cada conversación con alumnos y familias, en cada decisión que tomo con la mirada puesta en la dignidad de la persona.

El deseo de ser testimonio vivo se articula con una convicción profunda: la educación cristiana no persigue uniformidad, sino una libertad responsable que permita a cada estudiante pensar, cuestionar y dialogar.

En ese marco, la verdad no se impone; se propone desde el respeto y la cercanía, desde la búsqueda compartida de sentido. Palabras de santos y maestros que me acompañan quedan grabadas en mi memoria como guías prácticas: la humildad que abre caminos, la claridad que facilita la comprensión, la fidelidad a la verdad como eje de convivencia.

Una presencia que guía es la de Ignacio de Loyola, que invita a buscar a Dios en todo: en la clase, en la convivencia, en la planificación educativa.

Esa consigna se traduce en una pedagogía que valora la presencia del amor cristiano como motor de aprendizaje: enseñar de forma que inspire, acompañe y transforme sin imponer.

La humildad de Santa Clara refuerza la idea de que la vida en común y la cooperación son pilares de una educación que fomenta la verdad y la paz.

Madre Teresa, con su recordatorio de que no podemos hacer grandes cosas, sino pequeñas cosas con gran amor, ayuda a entender que la excelencia educativa nace de gestos sencillos, repetidos con constancia en el aula y en la escuela.

Beato Carlo Acutis ilumina la posibilidad de utilizar la creatividad y la tecnología para acercar a otros a la fe sin perder de vista el bien común.

Este elemento amplía la visión de la educación como servicio: las herramientas modernas pueden ser puentes para la dignidad y la fraternidad, siempre al servicio de las personas.

La presencia de San Maximiliano Kolbe refuerza la idea de una entrega desinteresada por el bien del otro: un modelo de dedicación que inspira una educación que aplica el propio saber para el cuidado del prójimo. Cada referencia, lejos de ser un listado de figuras, se convierte en una red de principios que orientan mi praxis diaria.

La idea central que emerge de la experiencia del cerro y de la conversación es que la educación cristiana no se impone desde una doctrina abstracta, sino que se encarna en la vida cotidiana.

Es una forma de ser y de hacer que se manifiesta en la relación con cada estudiante, con cada familia y con la comunidad educativa.

La dignidad humana es el eje en torno al cual gira toda acción pedagógica: reconocer que cada persona es imagen de Dios y, por ello, merece respeto, escucha y una presencia que acompaña.

La gratuidad del amor, otra clave, se manifiesta en la forma de enseñar: no para obtener reconocimiento, sino para sembrar un aprendizaje que brote del cuidado desinteresado y del servicio generoso.

En la práctica, esta pedagogía se traduce en una clase que escucha más que impone, que pregunta más que explica, que acompaña más que dirige.

Es una educación que busca el crecimiento humano en todas sus dimensiones: intelectual, emocional, espiritual y social.

En esa línea, la centralidad de la dignidad se convierte en criterio para las decisiones escolares: cómo tratar a cada estudiante, cómo diseñar proyectos que incluyan a todos, cómo gestionar conflictos con paciencia y claridad.

La gratuidad del amor se refleja en la convivencia: la actitud de servicio, la capacidad de celebrar los logros ajenos y la paciencia para acompañar a quien duda.

La incorporación de la cocina como campo pedagógico aporta una dimensión concreta y sensorial a esta visión.

Cocinar entraña disciplina, constancia y humildad; a través de manos que trabajan, se transmiten valores como la paciencia, la precisión, la responsabilidad y el cuidado del otro.

En cada plato, en cada receta, se aprende a escuchar, a adaptar, a valorar la diversidad de ingredientes como una metáfora de las personas y sus contextos.

La cocina, como aula, invita a compartir, a dialogar y a construir comunidad. No se trata de convertir la cocina en un sustituto de la enseñanza formal, sino de utilizarla como medio para vivir y enseñar lo que significa amar al prójimo a través de la tarea común de crear comida y refugio para quienes la consumen.

La experiencia vivida en el trayecto entre la casa de Aserrí y el cerro de la Muerte se convierte en un mapa de prácticas posibles para la vida profesional.

Cada encuentro, cada pregunta, cada observación del paisaje y del canto de las aves se transforma en una ocasión de aprendizaje: aprender a escuchar, a procesar dudas, a sostener la verdad con humildad y a responder con claridad y cariño.

La vocación, entendida así, se mide por la calidad de las relaciones y por la capacidad de acompañar. Un maestro que entra al aula con la sensación de que cada persona es una criatura amada de Dios es, en sí mismo, una pedagogía.

La coherencia entre fe y acción es, para mí, la medida de la autenticidad educativa. No se trata de imponer una visión única, sino de crear un marco de referencia que ofrezca seguridad moral y espiritual para navegar la diversidad del mundo contemporáneo.

Esto implica abrir espacios de diálogo, permitir preguntas difíciles y enseñar a cuestionar con respeto.

La libertad de pensamiento no se ve amenazada por la verdad; al contrario, se fortalece cuando la verdad se propone con caridad y escucha.

En ese equilibrio, la educación cristiana se presenta como una forma de vivir que invita a amar, a respetar y a construir puentes entre personas con diferentes perspectivas.

La promesa que nace de este camino es clara: ser testimonio de una educación que nace del testimonio de vida.

La verdadera pedagogía no es un conjunto de técnicas, sino una presencia que acompaña, escucha y acompasa el aprendizaje a la realidad de cada estudiante.

Los gestos pequeños, repetidos con constancia, son los que transforman: un saludo atento, una pregunta que invita a pensar, una corrección dada con paciencia, una palabra de aliento que desatornilla una duda, una invitación a colaborar que fortalece la fraternidad. Este tipo de educación, lejos de ser una fórmula rígida, es un estilo de vida que se manifiesta en la coherencia entre lo que se cree y lo que se practica.

En la práctica cotidiana, la pedagogía impregnada de valores cristianos se orienta hacia la dignidad y la gratuidad del amor como fundamentos.

La dignidad humana exige trato respetuoso, escucha verdadera y presencia constante.

La gratuidad del amor pide que las acciones no busquen reconocimiento, sino el bien de los demás.

Este marco guía decisiones, relaciones y proyectos, incluyendo la manera de evaluar y acompañar a los estudiantes.

No se trata de evitar las dificultades o de anular la crítica, sino de enfrentarlas desde un marco de libertad responsable y de respeto a la diversidad.

La educación, así concebida, se convierte en una propuesta que invita a pensar críticamente, a dialogar con quienes piensan distinto y a amar en la diversidad.

El proyecto de ser chef profesional no contradice, sino que complementa esta visión. La cocina se convierte en una extensión de la sala de clases, un espacio donde se enseñan valores como la disciplina, la creatividad, la responsabilidad y la cooperación.

 En cada práctica culinaria, se cultivan hábitos que también hacen posible un aprendizaje más profundo: la puntualidad, la organización, la paciencia para corregir errores y la humildad para pedir ayuda.

La cocina, entonces, no es un sustituto de la enseñanza formal, sino un modo de vivirla en un lenguaje accesible para la comunidad: un modo de invitar a otros a aprender haciendo, a descubrir que el conocimiento es un camino compartido y no un esfuerzo aislado.

A lo largo de este recorrido, una pregunta persiste y guía mi reflexión: ¿cómo integrar de manera coherente la praxis franciscana en la vida profesional cotidiana? La respuesta no es una receta única, sino un conjunto de principios y prácticas que se adaptan a cada contexto.

En el aula, cada interacción con un estudiante debe estar orientada a la escucha, al acompañamiento y al respeto por su dignidad.

En la vida comunitaria, la fraternidad se traduce en cooperación, en compartir talentos y en crear redes de apoyo mutuo.

En la gestión educativa, la transparencia y la coherencia entre fe y acción se convierten en normas operativas que inspiran confianza y fortalecen la comunidad educativa.

Con todo ello, el texto que nace del camino y de la conversación con Pepe se propone como una visión viva de la educación cristiana en el mundo actual.

No se trata de imponer una ideología, sino de proponer un estilo de vida que educa para la dignidad y para la libertad en la verdad.

Este enfoque invita a una educación que no se limita a transferir conocimientos, sino que transforma la forma de estar en el mundo: enseñar para que el aprendizaje sea una experiencia de vida, un encuentro que abra posibilidades y una promesa cumplida de fraternidad.

Finalmente, regreso al inicio con la certeza de que la ruta que hemos seguido, incluso en su sencillez, tiene un alcance profundo.

Pase lo que pase, mi compromiso queda claro: vivir y enseñar desde la dignidad, desde la gratuidad del amor y desde la fidelidad a la verdad.

La narración de este viaje —del Cerro de la Muerte a la vida cotidiana, de la aspiración de ser chef a la vocación de educador— no es un final, sino un punto de partida para una educación que escucha, acompaña y transforma.

En esa educación que nace del testimonio de vida, cada alumno y cada familia encuentran un espacio donde ser vistos, escuchados y, sobre todo, amados. Y ese es el verdadero logro: una pedagogía que, en palabras y gestos, revela que la educación es, antes que nada, un acto de amor.

Last modified on Viernes, 22 Agosto 2025 14:10

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