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Miércoles, 10 Septiembre 2025
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Puentes entre la verdad y la vida

By Willy Chaves Cortés, OFS Orientador Familiar, UJPll / Doctor en Humanidades, UPF Agosto 25, 2025

La casa, el árbol, el río: tres signos que organizan una tarde imaginria en la que las palabras se vuelven herramientas para vivir mejor.

Dr. Joel Levi, sacerdote joven y amigo, llega con una Tao que parece decir que hay encuentros que sanan cuando se dejan atravesar por la escucha.

Sabe que soy franciscano seglar; su humor suave desarma tensiones y permite mirar con claridad lo que de verdad importa.

Trae, además, una preocupación urgente: la violencia que circula en las redes, una violencia que la iglesia no puede aceptar como inevitable. ¿Qué aporta la filosofía para enfrentar ese ruido? ¿Cómo mover el piso a las mentiras y a las descalificaciones para que, al final, la conversación pública haga justicia y no daño?

Nos movemos desde la casa hacia Edelito, el hermano que nos recibe para sentarnos bajo el frondoso árbol de caces.

El camino es corto, pero la conversación es amplia: ¿cómo arreglar el mundo desde un patio, con la mirada puesta en la realidad social y la vida de las personas vulnerables?

Nos acercamos a río Segundo de Alajuela, recordatorio de que la experiencia de la ciudad se entiende mejor cuando el agua acompaña la palabra.

En este marco, la política deja de ser un terreno áspero para convertirse en una práctica de cuidado: una conversación que, más que vencer al otro, busca comprenderlo; que entiende la divergencia como oportunidad para afinar la justicia.

Joel pregunta qué puede aportar la filosofía a este panorama inmanejable de las redes. Responde que la tradición latinoamericana ofrece herramientas para sostener una conversación digna: nombres que brillan como faros en noches de tormenta.

Sor Juana Inés de la Cruz, Andrés Bello, Juan Bautista Alberdi, Justo Sierra; José Martí, Francisco Romero, Alejandro Korn, José de Vasconcelos, Antonio Caso, Carlos Astrada, Constantino Láscaris, Francisco Miró Quesada, Luis Villoro, Fernando Salmerón. No basta con mencionarlos; es necesario leer su legado como invitación a vivir de modo que la verdad permanezca firme y la dignidad de cada persona sea el punto de llegada de cada afirmación.

Sor Juana aparece como la voz de la autonomía del pensamiento, la luz que recuerda que la inteligencia no pertenece a un género ni a una clase.

Su ejemplo impulsa a defender la libertad del pensamiento frente a presiones y miedos que alimentan la violencia verbal en las redes.

¿Cuánto hay que defender la propia palabra sin humillar a quien no piensa como uno? Sor Juana abre la pregunta de la libertad en la era digital: ¿cómo dialogar con interlocutores que, aunque discrepemos, no borren al otro de la mesa común?

Andrés Bello, por su parte, es la palabra que organiza la democracia del lenguaje. Su enseñanza sobre educación y ciudadanía insiste en que la conversación pública debe elevar el tono hacia una cultura institucional que respete la diversidad y busque el bien común.

Bello recuerda que la libertad de expresión conlleva responsabilidad: cada frase debe ir acompañada de precisión, verificación y respeto a la dignidad. En la práctica digital, esto significa menos ataques ad hominem, más citas exactas, más paciencia para entender y ser entendido.

Alberdi traza el marco institucional: qué reglas deben sostener la vida política para que la libertad florezca sin convertir la red en un campo de desinformación. Sugiere límites a la desinformación, protección de derechos fundamentales y una ética pública que impida que la conversación se degrade en insulto o violencia simbólica. La ética de la conversación, en su lenguaje, debe ser el cimiento de la vida cívica en un tiempo de plataformas que aceleran la polarización.

Justo Sierra aporta la pedagogía de la conversación pública. Su sueño es convertir la vida en común en una escuela donde aprender a dialogar sea tan necesario como aprender a leer.

La educación de la ciudadanía no es un capricho, sino la condición para una convivencia que se sustente en la paciencia, en el discernimiento y en la capacidad de sostener la diferencia.

En la experiencia digital, su visión sugiere espacios regulados por normas de convivencia que no nieguen el pluralismo, sino que lo encaucen hacia proyectos compartidos. Bajo el árbol, cada conversación es una lección; cada desacuerdo, una oportunidad para entrenar la escucha y la claridad.

José Martí sostiene la ética de la libertad con responsabilidad. La libertad que se alegra no puede olvidarse de la justicia para el otro.

Su llamada a la solidaridad, a la empatía en la palabra y a la construcción de puentes entre realidades distintas, se vuelve brújula para traducir la indignación de la red en acción que alivie el dolor de las personas.

La soberanía verdadera reside en la dignidad humana; la vida pública se reforma cuando se conectan las luchas locales con las causas universales que sostienen la dignidad de toda persona, sin excepciones.

Francisco Romero recuerda la tradición humanista latinoamericana que conjuga razón y compasión. Su insistencia en la ética de la conversación propone un punto medio entre verdad y vida, entre la ciencia de la argumentación y la ternura necesaria para entender al otro. En el mundo de las pantallas, su voz invita a no desdibujar la pregunta por el bien común en el humo de la posverdad. El cuidado de la conversación implica escuchar con paciencia, nombrar con precisión y sostener la pregunta por el bien común como un empeño práctico que requiere tiempo y presencia.

Alejandro Korn aporta la dimensión interior de la libertad. La violencia en las redes se explica, en parte, como una expresión de miedo y de una subjetividad que necesita reparación. Korn llama a trabajar la libertad interior para sostener una autenticidad que no hiere y para crear comunidades que sostengan a las personas en su fragilidad. La revolución más profunda empieza dentro de cada uno, en el hábito de nombrar lo que se siente sin dañar al otro.

José de Vasconcelos Calderón propone democratizar el saber y llevar la filosofía a la vida de la plaza, de la escuela y de la red. Su impulso es hacer de la filosofía una práctica cotidiana, una luz que se enciende donde hay necesidad de sentido, para que la diversidad no sea obstáculo sino pulso creativo de la convivencia. Vasconcelos invita a convertir cada conversación en una ocasión de crecimiento compartido, donde la diferencia se convierte en motor de soluciones que nacen de la cooperación.

Antonio Caso recuerda la dignidad como fundamento de la vida pública. Su ética de la moderación y su fe en la verdad como práctica responsable nos instan a una humildad intelectual: reconocer límites, aceptar que no poseemos la última palabra y mantener la responsabilidad de cuidar al otro incluso cuando se sostiene una mirada distinta. En la interacción digital, Caso propone un marco de conversación que eleva, clarifica y evita la tentación de la superioridad dogmática.

Carlos Astrada y Constantino Láscaris amplían la mirada hacia la realidad y la acción. Astrada invita a una lectura crítica de la historia que reconozca la falibilidad humana y la necesidad de una crítica constante de nuestras certezas.

Láscaris, desde una ética de libertad que se relaciona con la justicia y la responsabilidad, recuerda que la cuestión no es solo política, sino de sentido: ¿qué significa vivir bien en comunidad? ¿Cómo dialogar para hacer justicia sin herir?

Francisco Miró Quesada, Luis Villoro y Fernando Salmerón completan el mosaico. Miró Quesada busca lo razonable y lo humano incluso en medio del conflicto, resistiendo respuestas rápidas que desfiguren la verdad.

Villoro propone una ética de la vulnerabilidad y una crítica al poder que sugiere espacios de diálogo que reconozcan la dignidad del otro, aun cuando las prioridades no coincidan. Salmerón aporta una crítica de la modernidad y una defensa de la educación como vía para reinventar la sociedad desde la ética.

La clave, entonces, no es copiar a cada maestro, sino tomar de sus legados aquello que sostenga una vida pública más humana.

Y la pregunta que late en cada esquina de la conversación es: ¿cómo trasladar estas enseñanzas a una iglesia que quiere dialogar con el mundo, sin renunciar a la verdad y sin negar el dolor de la gente?

La respuesta está en tres movimientos: la ética de la conversación; la pedagogía del cuidado; y la apertura al plural.

Dialogar con rigor y con una conciencia profunda de la dignidad de la persona; escuchar antes de hablar; señalar con precisión la objeción sin caricaturas; responder con argumentos, no con descalificaciones. Amar al prójimo en la plaza pública y entrenar el discernimiento para distinguir entre el insulto y una opinión discrepante.

Tomar de Alberdi, Vasconcelos y Villoro la convicción de que la fortaleza de una comunidad está en sostener la diversidad, en tender puentes entre tradiciones diferentes y en recordar que el bien común requiere el esfuerzo de muchos.

El relato personal de Joel, su Tao y su risa que desarma el miedo, se vuelven imágenes de una práctica: la verdad ofrecida con bondad.

Si la red invita a una catarsis breve, la filosofía propone una curación lenta y deliberada; si la violencia pretende imponerse, la conversación busca la victoria de la paciencia y de la evidencia.

El árbol, la casa, el río, el barrio recuerdan que la vida pública no es una tribuna aislada, sino una casa común.

La espiritualidad franciscana, lejos de ser refugio, es motor de acción cívica: la pobreza que se mira en el rostro del otro no se resuelve con sermones, sino con una presencia que escucha, acompaña y transforma el dolor en palabras que pueden ser escuchadas.

Pensar con estas voces no significa convertir la vida digital en un aula académica sin ritmo, sino traer su convicción a la vida de cada día: las conversaciones de patio, las discusiones familiares, la red cuando se pelea por la justicia sin dañar.

Significa recordar que la verdad libera; la libertad se sostiene con la responsabilidad; y la dignidad humana es el norte que debe orientar toda acción, palabra e imagen que circula en la realidad cibernética.

Al final de la tarde, cuando el sol cae y el murmullo del río se mezcla con la risa, entendemos que la tarea no está completa.

El camino apenas comienza. Tenemos un mapa de maestros; necesitamos la voluntad de andarlo juntos. Joel levanta la Tao como símbolo de unión entre culturas y propone una consigna: construir puentes, no muros; dialogar con paciencia, no con prisa; amar la verdad, no para herir, sino para sanar.

Nosotros respondemos con compromiso.

Como un coro que acompaña la música de la tarde, las voces de Sor Juana, Bello, Alberdi, Justo Sierra, Martí, Romero, Korn, Vasconcelos, Caso, Astrada, Láscaris, Miró Quesada, Villoro y Salmerón resuenan en la memoria: la filosofía no es una torre inaccesible, sino una casa que abre sus puertas a la vida de la gente.

En ese umbral, la iglesia puede hallar su lugar de encuentro con la modernidad: no negando la violencia, sino comprendiendo su lógica, enfrentándola y transformándola con la gracia que sostiene la verdad y la dignidad.

Salimos de la tarde con una brújula humilde, pero firme. La pregunta que queda no es si existe una receta universal, sino qué rutas posibles pueden sostener una vida más humana en un mundo que exige respuestas rápidas y a veces crueles.

Dialogar con la verdad en la mano; escuchar con el alma abierta; trabajar con otros para tejer una convivencia que proteja la dignidad de cada persona.

En ese empeño, la filosofía de América Latina —inclusiva de sus voces diversas y de su derecho a soñar un bien común— se ofrece como una lámpara, como una guía que no se apaga ante la sombra de la violencia.

Y si alguna pregunta permanece, es esta: ¿qué aportan estas voces a nuestro vivir diario? Aportan la insistencia en la dignidad de la persona; la defensa de la libertad mediante la responsabilidad; la convicción de que la educación es la ruta para una civilidad verdadera; la memoria de una historia que no debe repetirse como error. Aportan la certeza de que la verdad no debe alimentar la violencia, que la justicia no se alcanza por la imposición y que el amor, en cualquiera de sus manifestaciones, puede sostener una red de relaciones humanas más allá del ruido.

En el fondo, la reunión bajo el árbol impregna la voluntad de ser mejores: vivir la verdad sin dañar al otro, hablar en público sin convertir el discurso en arma, y ser franciscanos de la ciudad, cuidando el mundo sin dejar de luchar por la justicia.

Las respuestas no están escritas en un manual; están en la práctica diaria, en cada encuentro, en cada mensaje leído con paciencia, en cada voz escuchada con humildad y en cada gesto que busca la reconciliación.

Así, con Tao y palabras antiguas hechas presente, este grupo aprende a escuchar la violencia de las redes como llamada a la creatividad, a la responsabilidad y a la ternura.

Se compromete a ser artesanos de un lenguaje que sana: un lenguaje que desarma la brutalidad sin desarmar la dignidad del otro; un lenguaje que atiende al sufrimiento humano y propone un camino de liberación que nace en el corazón de cada uno y se extiende hacia la vida común.

En la memoria de aquellos que ya no están —las tías, el tío, Gloría, la prima— esta conversación adquiere densidad particular: la de convertir el duelo en compromiso, la memoria en acción, la pérdida en una razón para trabajar por un mundo más justo.

Si la muerte puede enseñar algo valioso, es que la vida, para valer, debe vivirse con responsabilidad ante el otro.

Y si la filosofía, cuando se toma en serio, puede acompañar ese esfuerzo, entonces seguimos adelante: con un árbol que nos ancla, con amigos que nos sostienen, con ideas que nos desafían, y con una promesa de que la verdad, cuando se comparte con amor, tiene el poder de cambiar el curso de la conversación y, quizá, de la historia.

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