Es increíble cómo personas con su don de ser coach en la vida pueden aparecer en los momentos más duros y convertirse en faro: “tienen inusual bendición de ser coaching en mi vida.” En su voz hay una mezcla de propósito y ternura. No se quedan en palabras; se traducen en hacer, en proponer, en moverse con la voluntad de acompañar.
“Alístese, vamos de paseo”, me dicen. No puedo negarme; quiero que el dolor se vea a la luz, no escondido tras la almohada. Salimos, y ese viaje resulta, sorprendentemente, en un camino hacia la memoria que se puede andar juntos.
La sorpresa mayor llega cuando anuncian que iremos a casa de Cecilia, mi hermana mayor, símbolo de humildad y generosidad.
Cecilia da su comida a quien llega con hambre; una casa de montaña, sin luz eléctrica, que parece de otra época, y que resiste en medio de la modernidad que nos rodea. La casa vieja respira historia.
El viaje, de cuatro horas, se transforma en una experiencia de belleza: la costa, el aire salino, el rumor del agua, el paisaje que acompaña el tren de los pensamientos. Dormimos con el fogón encendido, como si el fuego fuera una promesa de calor que aún alcanza para calentar cuerpos cansados. Doña Anna Katherine trae café, tortillas con queso, una hospitalidad que no necesita adornos para ser rotunda. Es un recordatorio de que la vida, cuando se comparte, tiene sabor.
En esas visitas, la conversación se vuelve una confesión de vida. Anna Katherine abre con franqueza: “Willy, sabemos que estás sufriendo; que procesar la muerte de tantas personas no es fácil.” Y añade, con la claridad de la fe y la experiencia: “usted ha dedicado la vida a rezar, a meditar, a creer en Dios, servirlo y buscarlo; eres franciscano seglar; tienes un hijo y una vida por delante.” Sus palabras llegan como una certeza: la fe, la práctica de lo sagrado, no son refugio sino impulso.
Pepe continúa, con el pulso de una amistad profunda: “usted tiene amigos que lo valoramos, lo apreciamos, y oramos por usted; es inevitable la muerte de las personas queridas, pero la vida debe continuar.”
La vida no se detiene; hay proyectos por delante, y estamos unidos con energía positiva.
En esa casa de Cecilia se reescribe la experiencia del duelo. No es negación de la tristeza, sino su acompañamiento: la tristeza compartida se diluye cuando alguien toma tu hombro y dice “no estás solo.” No es una consigna vacía: es una invitación a mirar con otros ojos, a recordar que la memoria puede ser una plaza abierta donde conviven los que ya no están y los que quedan.
Quisiera detenerme en el detalle modesto de la vida: el fogón encendido, el café humeante, la tortilla tibia, el queso que se funde. Cada elemento es una metáfora de la vida que persiste: el calor que no se apaga, la comida que alimenta, el alimento para el alma.
En la mesa de Cecilia, la conversación se despliega sin artificios. No hay respuestas contundentes; hay presencia. Anna Katherine y Pepe no prometen que el dolor desaparezca; prometen que la vida debe continuar y que hay proyectos que requieren de nosotros, que somos necesarios para alguien.
“Eres franciscano seglar,” repite Anna Katherine. Esa etiqueta no es un título, sino una declaración de identidad: la santidad no es un lugar aislado, sino un modo de vivir que se practica en casa, en la mesa, en la calle, en la conversación con quien sufre. Y la frase completa—“tienes un hijo y una vida por delante”—es una llamada a la responsabilidad: la vida se ofrece, se comparte, se sostiene.
La verdad de este viaje no está solo en las palabras. Está en la disciplina de caminar, en la voluntad de abrir la casa, de encender el fogón, de invitar a la conversación. Está en la generosidad de no dejar que la tristeza sea una jaula, sino una energía que se transforma en cuidado y en un proyecto que me llama a mirar hacia adelante. El dolor, si se comparte, cambia de forma.
A veces el dolor llega como un viernes cerrado del calendario. Pero hay frisos de luz en esas visitas que no curan, sino reconfiguran.
Ana Katherine y Pepe no prometen que el dolor se vaya; prometen que la vida continúa, y que la continuidad de la vida se construye con la presencia de amigos que entienden que cada uno tiene un lugar y una función.
No es una promesa de resolución, sino un compromiso de compañía: “Tú no vas a estar solo; vamos a caminar contigo.” Ese caminar, esa escucha, ese compartir el silencio, sostiene la posibilidad de un mañana.
La vida se celebra en la medida en que se ofrece a la vida de otros: no se trata de grandezas, sino de gestos reiterados de hospitalidad: el café que calienta, la tortilla que alimenta, la conversación que deshilacha el dolor en hilos que pueden ser remendados.
En cada gesto hay una semilla de esperanza: una ruta que nos llama a mirar hacia adelante, a sostenerse entre sí, a afirmar que el vínculo de la amistad no se agota en una crisis, sino que se fortalece con la experiencia compartida.
Al final, ¿qué significa “proyectos por delante”? Significa crear, junto a mis amigos, un marco de vida que no dependa del dolor, sino que use ese dolor como combustible para la acción.
Cada uno aporta un paso, una palabra, un gesto que tiende la mano al otro. Significa convertir la memoria de quienes ya no están en una brújula para la vida de quienes quedan, para que el día siguiente tenga un sentido que trascienda la fatiga y la pérdida.
No es una gran revelación, sino una ética cotidiana. La ética de la amistad, revelada en la mesa compartida, en el cuidado atento, en la presencia sin condiciones, en la promesa de no dejar a nadie fuera.
Esa es la lección que se instala en la memoria como un faro: no están las personas para sostener mi duelo; es el duelo el que me recuerda que necesito a las personas para sostener la vida.
Este viaje, que empezó con la sombra de la pérdida, concluye con una claridad: la vida continúa cuando elegimos vivirla junto a otros.
Y cuando digo vida, digo también memoria, que no es un archivo muelle, sino una constelación de acciones que resuenan en cada gesto cotidiano.
Si algo he aprendido de Anna Katherine y Pepe es que la vida no es solo transitar entre pérdidas, sino construir, con las herramientas que tenemos, un proyecto que confirme que valemos, que importa la presencia de cada persona, y que la memoria de los que ya no están se mantiene viva cuando nos sentimos responsables de aquellos que quedan.
La casa de Cecilia, con su fogón encendido, su cocina humilde y su territorio de montaña, se convirtió en un santuario práctico: un refugio de humanidad sencilla.
Aprendí a mirar el dolor de frente, a respirar su intensidad sin ahogarme, a permitir que las emociones fluyan de forma natural, a recibir la hospitalidad como una medicina que no cae en la grandiosidad sino en la sencillez.
Allí, “proyectos” dejó de ser una idea vaga para convertirse en una constelación de actos: visitar al que flaquea, compartir el pan, invitar a la conversación, acompañar con la mirada a quien ya no puede caminar solo.
La vida, así mirada, no es un camino recto ni una promesa de felicidad constante. Es una red de vínculos que se teje con cada encuentro, cada silencio compartido, cada lágrima acompañada.
En esa red, mis amigos son patrimonio: un tesoro que sostiene mi memoria y me impulsa hacia adelante, organizando el tiempo, las prioridades, las decisiones que uno toma cuando sabe que no está solo.
Si cierro este relato, diría que, pese al dolor, la vida toma un contorno de esperanza por la simple decisión de continuar compartiendo el peso.
Las palabras de Anna Katherine, repetidas con paciencia, son una autoridad suave: “Tienes un hijo y una vida por delante.” No una orden, sino un recordatorio de que la vida se ofrece, se comparte, se alimenta de la presencia de otros.
Y la promesa de Pepe—“hay proyectos por delante”—no es vacía, sino un pacto: no dejar que el dolor nos separe; construir juntos para que la memoria no sea ausencia, sino motor de una vida que, aunque cambie, no se quiebre.
Al final, cuando la noche se apaga, lo que permanece es el vínculo: la certeza de que no estoy solo ante la pérdida, que hay voces que me sostienen, un fogón que aún arde, un viaje a casa que no es solo físico, sino interior.
La casa de Cecilia se convirtió en santuario práctico, escuela de humildad y esperanza, recordatorio de que lo esencial no es la ausencia de sufrimiento, sino la capacidad de convertir ese sufrimiento en cuidado que se reparte y se multiplica, que nos mantiene unidos cuando todo parece deshilacharse.
Y así termina este fragmento de vida compartida: el verdadero patrimonio no es lo que uno acumula, sino lo que uno ofrece.
Presencia, escucha, apoyo, y la visión de un mañana que se construye con la ayuda de quienes nos rodean.
A mis amigos—Ana Katherine, Pepe, mi hermana Cecilia—les debo la certeza de que la vida puede sostenerse incluso cuando la noche parece no tener fin.
Porque la vida no se mide por cuánto dolor se soporta, sino por cuánto afecto se guarda para que otros puedan seguir adelante. Y ese afecto, afirmo, es un tesoro que nadie nos puede quitar.
Es, verdaderamente, todo mi patrimonio: mis amigos y el amor que se teje entre nosotros en el oficio de vivir.