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Jueves, 11 Septiembre 2025
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Gracias por haber estado siempre ahí, en lo bueno y en lo malo

By Willy Chaves Cortés, OFS Orientador Familiar, UJPll / Doctor en Humanidades, UPF Septiembre 01, 2025

La tarde caía suave sobre la ciudad cuando me senté a hablar con Pepe, mi amigo, mi consejero, mi coach de vida. No era una conversación cualquiera: era una exploración pausada de la ética en las relaciones humanas, de ese interés que muchos disfrazan con cercanía y, a veces, con una máscara de amistad.

Le dije que, cada día, parece más fácil distinguir entre quien llega para sumar y quien llega para extraer, entre quien ofrece compañía desinteresada y quien pretende sacar beneficio de una confianza que, a veces, parece ingenua o cándida. Le dije que la vida, en su juego de apariencias, sabe disfrazar el interés con gestos de afecto: una llamada, un mensaje, una promesa que queda suspendida en el aire.

Pepe, con su calma típica, asintió y dejó que la conversación fluyera como un río que encontró su cauce después de un túnel de piedras.

Hablamos de esos amigos ausentes que, cuando la vida se torna difícil, desaparecen de la escena, como sombras que se esfuman con la luz de la tarde.

Esos que se acercan en la arena de la prosperidad, cuando las cosas fluyen, cuando la conversación es ligera y las risas son contagiosas; y que, en los momentos de enfermedad, de pérdida o de debilidad, se vuelven apenas un susurro, un silencio que ni siquiera se atreve a llamar.

Le conté que, a veces, uno se sorprende al descubrir que la verdadera prueba de la amistad se da cuando el mundo se desarma alrededor.

Que la paciencia se mide en llamadas que no llegan, en gestos que no se realizan, en palabras que no se pronuncian cuando la necesidad aprieta.

En nuestra conversación se hizo evidente una idea sencilla, pero poderosa: la ética de las relaciones humanas no es una teoría abstraída en libros, sino una práctica cotidiana. Es la consistencia entre lo que decimos y lo que vivimos, entre la promesa que hacemos y la acción que seguimos.

Le dije a Pepe que, en la vida, la verdad no siempre se luce en los grandes gestos, sino que se sostiene en la constancia de los mínimos detalles: un mensaje que llega en un momento oportuno, una llamada que no exige respuesta, un silencio que acompaña sin juzgar.

Porque hay una ética de la presencia: estar, incluso cuando no hay algo que ganar, cuando el otro está cansado, cuando el dolor invade, cuando la realidad pesa como una losa.

Pienso en esas personas que llegan a nuestra vida para obtener provecho y, luego, se apartan como si nunca hubiesen estado.

Esos surgimientos que, a primera vista, pueden parecer cercanía, pero que en su interior esconden un interés. Y frente a eso, la honestidad de la amistad se revela en las acciones que perduran cuando el brillo de los buenos tiempos se apaga.

Una amistad que no se sostiene en la conveniencia sino en un compromiso de presencia desinteresada: estar cuando se necesita, escuchar sin interrumpir, sostener sin exigir, acompañar sin vender.

Hablamos de los compromisos que se fracturan en la fragilidad de la vida. El dolor, la enfermedad, la pérdida son pruebas que ponen a prueba la autenticidad de quienes dicen estar a nuestro lado.

En un cementerio, decía, hay más flores que gestos de verdad: la memoria puede adornar el recuerdo, pero las acciones del presente son las que definen la calidad de la relación.

En esa imagen de quietud y solemnidad, se revela un espejo: la gente puede recordar lo que fue, pero lo que realmente sostiene la memoria es aquello que se hizo cuando la otra persona necesitó apoyo.

El tema no es despreciar la diversidad de vínculos, sino discernir entre lo que nutre y lo que agota.

Entre lo que suma y lo que resta. En la conversación, insistí en que la ética de las relaciones humanas reclama una atención constante: no dar por sentada la presencia del otro, no confundir el afecto con la debilidad.

A veces, la cercanía se convierte en una presión sutil para obtener una compensación emocional o material, y esa dinámica, cuando se revela, deja una herida: la sensación de haber entregado una confianza que luego fue utilizada como un trampolín para intereses ajenos.

La experiencia, como una brújula que no siempre señala con claridad, nos invita a distinguir entre la afinidad que se sostiene en la reciprocidad y la afinidad que se agota en el intercambio.

No se trata de contar favores como si fueran monedas, ni de medir cada gesto, sino de observar el comportamiento sostenido en el tiempo.

¿Qué ocurre cuando verdaderamente importa? ¿Qué ocurre cuando la vida aprieta? Allí se ve, a veces con una claridad que duele, si la presencia es real o si es un recurso que se agotará cuando ya no convenga. En ese examen, cada persona revela su opción ética: acompañar o apartarse; sostener o abandonar; creer o desconfiar.

La conversación con Pepe se convirtió, poco a poco, en un ejercicio de introspección. Y, a la vez, en una invitación a la acción: a cultivar una ética de la resonancia, aquella que no busca el aplauso sino la coherencia.

Me propuse, en silencio, actualizar mi mapa de relaciones, separando lo que nutre de lo que desgasta.

Pensé en momentos en los que yo mismo he pedido apoyo y he recibido indiferencia o, peor, una respuesta que minimiza el dolor. Y, en esa reflexión, aparecía una responsabilidad doble: primero, cuidar de mi propio límite para no entregar más de lo que puedo; segundo, abrir el camino para que quienes buscan ser parte de mi vida lo hagan desde una base de honestidad y mutua utilidad emocional, no de aprovechamiento.

La ética de las relaciones humanas, en su forma más desnuda, es un pacto de presencia. No es un contrato escrito, sino una promesa tácita que se renueva en cada encuentro.

En ese pacto, lo fundamental no es la intensidad de los gestos, sino la constancia de la presencia: un mensaje en un día gris, una llamada cuando la vida se deshilacha, una compañía que no reclama explicaciones, un silencio que respeta el dolor sin dramatizarlo. Es en ese equilibrio donde se sostiene la confianza, y la confianza, decía, es el tejido de cualquier vínculo que merezca ser llamado amistad.

Pepe me recordó que la vida está llena de sombras y de luces, y que las sombras no son enemigas cuando nos permiten ver con claridad.

Las sombras, si se miran con paciencia, revelan la cadencia de nuestras propias elecciones: a quién damos entrada, a quién damos espacio, a quién confiamos un secreto, a quién entregamos nuestra vulnerabilidad.

No se trata de desconfianza eterna, sino de una vigilancia amorosa, una que protege aquello que merece ser cuidado y que delimita aquello que podría dañarnos si se prolonga sin límite.

En esa comprensión, se disuelve la idea de que la amistad debe ser gratuita o incondicional en todas las circunstancias. Hay condiciones que no se negocian: integridad, respeto, la voluntad de sostener al otro cuando la pena lo invade.

Al cerrar la conversación, quedaba la sensación de haber visto una versión más clara de la realidad: no todas las personas que se acercan con una sonrisa llegan para construir; algunas llegan para completar una necesidad momentánea y desaparecen cuando esa necesidad ya no existe.

Pero también hay quienes, a pesar del desgaste y la distancia, mantienen una presencia que no exige protagonismo, que no busca beneficio, que permanece porque la relación es una especie de árbol que ofrece sombra sin exigir frutos.

Y ahí está el enigma humano: cómo distinguir entre el árbol que nutre y el que sólo ofrece la sombra pasajera.

La respuesta no es simple, y quizá tampoco es definitiva. Pero la búsqueda de esa respuesta ya es una ética en sí misma: una invitación a medir cada relación por su constancia, por su capacidad de sostenerse en la adversidad, por su honestidad cuando la vida se vuelve áspera y la verdad duele.

En esa tarde de agosto, con el murmullo de la ciudad de fondo, repetí mentalmente una idea que deseo conservar: la verdad de la amistad no se compra ni se negocia; se cultiva con tiempo, con presencia, con una actitud que elige, en cada gesto, no extraer, sino aportar.

Si una relación no se sostiene en momentos críticos, quizá no era una relación de sustento, sino un aprendizaje sobre los límites del propio corazón y la necesidad de cuidar de uno mismo sin dejar de abrirse a lo posible.

Porque, al final, la ética de las relaciones humanas no es una lección que se aprende una vez y se olvida; es una disciplina que se practica diariamente, con humildad y con honestidad.

De regreso a casa, mientras la noche se volvía más fresca y las luces de la ciudad parpadeaban, pensé en la memoria que queda cuando alguien se ausenta sin avisar, en la cicatriz que dejan las palabras que no se pronunciaron, en el vacío que deja el silencio cuando la mano que debía sostener no aparece.

Pero también pensé en la posibilidad de construir redes de afecto que resistan la prueba del tiempo: amistades que, aunque a veces caigan en la sombra, saben volver a la luz con la misma sencillez con la que llegaron.

Si hay algo que aprendí de mi charla con Pepe, es que la conciencia de la ética relacional no es una condena, sino una brújula.

No es una lista de prohibiciones, sino una guía para elegir con claridad a quién abrir nuestro mundo, a quién invitar a entrar y a quién dejar en la puerta, respetando nuestro propio terreno y el de los demás.

Así, al mirar hacia adelante, me comprometo a cultivar una presencia que no busque recoger beneficios, sino sembrar confianza.

A aceptar que habrá quienes, por su historia o sus límites, no puedan sostener una relación en los momentos difíciles, y que eso no desvaloriza la bondad de quienes sí pueden estar.

A entender que la verdadera amistad no es un refugio exclusivo para tiempos de calma, sino una alianza para atravesar la tormenta, con la paciencia de quien sabe que el tiempo revela la autenticidad de las personas.

En este recorrido, me llevo una certeza: la ética de las relaciones humanas es, ante todo, una práctica de autenticidad. Y la autenticidad, cuando es verdadera, no necesita ser ostentada.

Se manifiesta en las acciones humildes y constantes, en la voluntad de acompañar sin explotar, en la paciencia de esperar y en la generosidad de compartir el peso cuando la vida se hace pesada. Es, en definitiva, la posibilidad de creer en la bondad sin dejar de discernir entre cercanía genuina y proximidad interesada.

Así terminan estas líneas, como un recordatorio para el silencio y para la voz: que la amistad que permanece es la que se sostiene en la ética de la presencia, en la confianza que no se compra y en el respeto que no se negocia.

Y que, a veces, el mejor gesto es simplemente estar ahí, sin necesidad de palabras que desborden la verdad de lo que se quiere decir: que la vida se entiende mejor cuando elegimos acompañar con verdad, incluso cuando la verdad duele.

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