En La Casa de los Bambús, la vida cotidiana se convierte en un aula sin pizarras ni horarios rígidos. Aquí, entre rosquillas de Guanacaste y el murmullo de los perros que juegan en los patios, mis ideas toman forma.
En la mesa de mi oficina improvisada, que es parte de la casa, recibo tres sobres que llegan como mensajeros de mundos distintos: Jorge Amado, Jorge Luis Borges y el Papa Francisco. Sus cartas, imaginarias pero fieles, me acompañan mientras escribo para El Eco Católico, el semanario católico costarricense que me permite escribir semanalmente sobre arte, historia, cultura, filosofía y bienestar.
Las letras que contienen se quedan flotando sobre la mesa, y cada una me invita a mirar la realidad desde un ángulo distinto, sin perder la sencillez que debe caracterizar a cualquier palabra que aspire a ayudar a caminar a quien me lee.
Invité a mi hermano Edelito Pérez, testigo cercano y compañero de vida, a entrar a esa oficina en la casa y a abrir los sobres conmigo; juntos, descubrimos las cartas escritas para mí por Amado, Borges y Francisco, cartas que me felicitan y agradecen por escribir desde la cultura hacia la fe en el marco de El Eco Católico.
Jorge Amado llega con la calidez de la vida en vecindario. Su mirada celebra lo cotidiano: una esquina colorida, una conversación en la cocina, el ritmo de una samba que suena a través de la lluvia.
En sus palabras imagino a mis personajes como seres de carne y la memoria, no como figuras lejanas de una novela. Amado me susurra que la grandeza puede hallarse en lo pequeño, en las historias de amistad que se cruzan entre la mesa puesta y el trabajo diario.
Le agrada cuando la cultura se teje con la memoria de la tierra, cuando las palabras no se quedan en la etiqueta de “arte” sino que se vuelven puente entre las personas. Yo traduzco ese consejo en mis artículos para El Eco Católico: anclar la reflexión en lo cercano, permitir que lo extraordinario aparezca en lo familiar, que una anécdota cotidiana se despliegue como una puerta hacia preguntas mayores.
Edelito escucha, asiente y pregunta: ¿cómo llevar esa cercanía a cada lector que llega a la mesa de nuestro semanario?
Jorge Luis Borges entra en escena con su calma de faro. La claridad que no ahoga la complejidad y la profundidad que sostienen la curiosidad son sus señales.
En su visión, la presencia de un Franciscano Secular escribiendo sobre cultura en un semanario no es un simple dato informativo, sino una invitación a pensar.
Quiere que la fe y la razón se sostengan mutuamente, que la memoria histórica ilumine el presente y que la literatura abra puertas a preguntas que no se agotan fácilmente. Borges apostaría por una prosa que funcione como llave: una frase bien colocada que abre un abismo de significado sin perder la serenidad.
Pide precisión, ritmo y una honestidad que no simplifique lo complejo; que cada artículo invite a seguir leyendo, a buscar relaciones entre arte, historia y vida cotidiana sin perder el horizonte de la verdad. Edelito, atento, comenta: “Esa forma de abrir puertas es justo lo que El Eco Católico busca en cada columna: claridad sin perder la profundidad.”
El Papa Francisco habla desde la cercanía y la ternura. Su mensaje es claro: la cultura debe ser un servicio, no un espectáculo. Escribir como Franciscano Secular para El Eco Católico significa practicar la misericordia en la conversación cultural.
No se trata solo de describir bellezas, sino de acompañar a las personas, especialmente a quienes sufren exclusión o vulnerabilidad. Francisco subraya una ética de cuidado: las palabras deben construir puentes entre lector y realidad, entre ciencia y fe, entre memoria y futuro.
La inclusión y el diálogo son indispensables: la voz del escritor debe abrir espacio para diversas experiencias, promover la verdad que libera y proponer acciones concretas que conecten fe y vida cotidiana. Su visión sugiere que la cultura puede ser evangelio cuando se traduce en gestos de justicia, cuidado y solidaridad. Edelito asiente de nuevo: “La misión de servir, de acompañar y de construir puentes es exactamente el corazón de cada entrega en El Eco Católico.”
Estas tres velas, distintas en tono pero unidas en propósito, me permiten entender por qué mi presencia en El Eco Católico es valiosa.
Amado recuerda la dignidad de lo cotidiano y la belleza que late en lo cercano, lo que ayuda a sostener una comunidad viva y agradecida.
Borges me inspira a sostener la paciencia de la búsqueda, a escribir con precisión y a evitar la tentación de la simplificación, para que las ideas crezcan con el lector. Francisco me empuja a convertir la palabra en acción, a traducir la fe en gestos que cuiden a la gente y al planeta, a mantener la humildad y la apertura al diálogo con el mundo secular y con la diversidad de culturas. Edelito, testigo directo, comparte la sensación de que estas cartas imaginarias sostienen la misión de comunicar con verdad y ternura en un semanario que llega a comunidades diversas.
Cuando escribo sobre cultura, arte, historia, literatura y bienestar desde la experiencia de la vida franciscana, no busco un espectáculo sino un camino compartido.
La casa, la mesa, la oficina improvisada y las cartas imaginarias se vuelven un mapa de lectura para la comunidad; ahora, se añaden las cartas reales que escuchamos en el acto de abrir esos sobres.
Mi voz busca ser una brújula que ayude a ver lo humano como escenario de lo trascendente, sin forzar conclusiones ni presionar al lector. Pretendo que cada artículo ofrezca claridad sin perder la calidez, verdad sin perder la humildad, belleza sin perder el compromiso social.
Si estas tres perspectivas se encuentran en mis palabras, es porque la cultura, bien entendida, es evangelio en acción. Amado aporta la mirada tierna que valora lo cotidiano como lugar de encuentro; Borges aporta la fortaleza de una prosa que invita a profundizar sin perder la dirección; Francisco aporta la misión de servir, de construir puentes y de acompañar a las personas en su búsqueda de sentido. Juntas, estas voces sostienen la convicción de que escribir desde una vida de servicio, en un semanario católico, puede enriquecer la conversación pública y fortalecer la fe vivida en la calle.
Así, cada artículo se convierte en un pequeño territorio compartido. Cada tema, desde la historia hasta la literatura y el bienestar, puede dialogar con la experiencia de la casa y de la comunidad.
Puedo proponer mirar la cultura como una casa común en la que todos tienen un lugar: lectores, vecinos, marginados, estudiantes, artistas.
Puedo insistir en que la cultura no es lujo, sino instrumento para la dignidad humana y para la construcción de una vida comunitaria más justa y alegre.
Quien me escucha en el semanario puede notar que la escritura no busca imponer, sino acompañar. No pretende convertir la fe en un compendio de dogmas, sino ofrecer una lectura que inspire a vivir con mayor generosidad, a cuestionar sin miedo, a celebrar la belleza que abre el corazón.
Si alguna vez alguien pregunta por qué merece la pena que un Franciscano Secular participe en este espacio, la respuesta es simple y profunda: porque la cultura, cuando se evangeliza con ternura y verdad, se convierte en casa para todos.
En última instancia, sostengo la convicción de que estas tres voces no solo aprenden a dialogar entre sí; también nos invitan a un diálogo más amplio con el mundo. Amado me recuerda mirar lo pequeño con ojos de grandeza; Borges me desafía a buscar la profundidad de cada idea; Francisco me llama a convertir la lectura en acción de cuidado y servicio.
Si el semanario escucha esa voz plural, descubrirá que la cultura puede convertirse en un camino de encuentro con Cristo, que la vida cotidiana puede ser escuela de virtud y que la palabra, bien usada, puede ser bálsamo para quienes buscan sentido.
Este artículo propone imaginar las respuestas de Amado, Borges y Francisco para defender la validez y la necesidad de mi trabajo como Franciscano Secular escribiendo sobre cultura en un semanario católico.
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