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Domingo, 23 Noviembre 2025
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Puentes de fe: un diálogo de tres

By Willy Chaves Cortés, OFS Orientador Familiar, UJPll / Doctor en Humanidades, UPF Noviembre 10, 2025

Willy: En este silencio compartido, siento cómo la respiración se vuelve puente entre tradiciones. Como franciscano seglar, siempre busco la humildad de reconocer lo sagrado en el otro; hoy veo en Nora la casa de la fe que late con claridad evangélica y en Isaac la presencia del camino contemplativo del Himalaya.

Si la salvación es amar al prójimo y buscar la verdad con corazón sencillo, entonces nuestras oraciones se tocan como ríos que se abrazan sin perder su caudal.

La sanidad que anhelo para el mundo no es sólo de cuerpo, sino de la mente y del alma: sanar del miedo, sanar de la frontera entre creencias, sanar del orgullo que quiere poseer la verdad única, sanar de la indiferencia que divide más que une.

En este instante, la mirada hacia la eternidad se clarifica cuando reconocemos que cada senda, a su modo, apunta a una misma Luz que nos llama a cuidar al otro con ternura y con verdad.

Nora Valerio: Me alegra que la amistad nos haya enseñado a honrar cada camino como don de Dios. Como cristiana evangélica, me sostiene la esperanza en la gracia que nos invita a amar a todos sin condiciones, incluso cuando las palabras de uno y otro no coinciden en forma.

En este diálogo, encuentro que la meditación no es evasión, sino una forma de escuchar la voz de Dios en la quietud, de agradecer la vida y de orar por los que sufren.

En mi corazón late la convicción de que la sanidad divina puede atravesar culturas: que la misericordia de Cristo se extienda como una luz que no excluye, sino que invita a acercarnos con respeto, curiosidad y fe.

Siento también que la oración compartida nos revela la belleza de cada tradición, y que la humildad de María, la Madre de Jesús, puede convertirse en puente para entender la quietud interior que anibeliza el ruido exterior.

Si la fe es un camino de amor, entonces cada gesto de servicio, cada acto de escucha, es una oración en acción que transforma la mirada sobre el otro y sobre uno mismo.

Isaac: Desde la quietud del monasterio y la memoria de un antiguo mundo interior, he aprendido a buscar la verdad sin perder la ternura. A veces la meditación tibetana parece distinta en técnica, pero comparte la misma pregunta: ¿cómo vivir plenamente en la presencia de lo sagrado?

En este diálogo con Willy y Nora, veo que la salvación no es una etiqueta que se impone, sino una experiencia que transforma: el pleno de compasión, el desapego de la vanidad y la apertura al misterio.

Que nuestras prácticas, cuando se entrelazan con humildad, no se opongan, sino que se complementen; que el amor sea la brújula, y que la oración sea puente que nos invite a cuidar al mundo con plenitud y con pureza de intención.

La iluminación no es un trofeo, sino una economía de claridad: cada respiración consciente abre un espacio para que el otro hable desde su propia experiencia de lo sagrado.

En tu presencia, Willy, veo la llamada franciscana a la pobreza voluntaria como defensa de la dignidad del otro; en ti, Nora, la energía de una fe que abraza al prójimo; en mí, la disciplina de una ruta interior que busca la compresión sin exigir uniformidad.

Si aceptamos la diversidad de ritmos y gestos como manifestaciones de un mismo amor, entonces podemos caminar juntos sin perder la identidad de cada uno, y sin convertir la diferencia en barrera, sino en escuela de verdad.

Willy: Estimo cómo nuestra conversación va esculpiendo una comprensión más amplia de la salvación que trasciende las etiquetas.

En nuestra amistad, la respiración compartida se convierte en escuela de paciencia: aprendo a sostener dudas sin perder la confianza, a reconocer que la fe no siempre llega con las mismas palabras, pero sí con la humildad de escuchar.

En Nora encuentro la claridad de una esperanza que no se encierra en un libro, sino que se derrama en actos de misericordia; en Isaac veo la serenidad de quien no teme al misterio y sostiene la práctica como camino de entrega.

Si la sanidad que deseamos para el mundo es una curación que abraza a los excluidos, a los heridos y a los olvidados, entonces nuestras oraciones deben traducirse en obras que acompañen, curen y dignifiquen.

Las prácticas que traemos, lejos de enfrentarse, se entrelazan en una danza de atención al sufrimiento: la respiración que calma, la palabra que consuela, la mirada que no juzga y el silencio que escucha.

En este viaje a la India, cada gesto de hospitalidad que nos ofrece un monje tibetano, cada risa compartida, cada pregunta sobre el significado de la vida, se convierten en recordatorios de que la verdad no es un trofeo, sino una responsabilidad de vivir con apertura y con amor.

Nora Valerio: Siento que este diálogo nos invita a sostener la fragilidad de la fe con gratitud.

Nuestra responsabilidad no es imponerla, sino compartirla con la gracia de no herir. La meditación, en su esencia, enseña a calmar la mente para escuchar al otro con claridad: cuando escuchamos, aprendemos a nombrar el dolor del mundo y a buscar respuestas que nacen desde la compasión.

La presencia de Isaac, con su serenidad y su lenguaje amable, me recuerda que el camino contemplativo no es contrario a la acción: es la quietud desde la cual la acción nace con pureza.

Si la salvación es un encuentro amoroso con la realidad, entonces estamos llamados a desplegar una ética de cuidado que abarque a toda mora humana, que abrace a la persona sin condiciones y que reconozca la dignidad de cada ser.

Que este viaje en la India sea una experiencia de aprendizaje mutuo: que la oración por la sanación de los corazones se traduzca en gestos concretos de servicio, en encuentros respetuosos que deshagan prejuicios y en una hospitalidad que haga visible la presencia del sagrado en cada rostro que encontramos.

Isaac: Que este diálogo continúe siendo una lámpara que alumbra el camino compartido.

He aprendido que la grandeza de la espiritualidad no está en la cantidad de reglas, sino en la calidad de la compasión que se practica.

Cuando Willy habla de la necesidad de humildad y Nora de la gracia que acoge, descubro una coincidencia que trasciende las diferencias doctrinales: el deseo de ser útiles a la vida de quien sufre.

Si la salvación es un despertar del corazón, entonces la meditación tibetana y la oración cristiana pueden verse como dos manantiales que desembocan en un mismo pozo de amor.

Que cada encuentro con la humanidad herida nos recuerde la responsabilidad de cuidar: que nuestras palabras hagan puente y no muro, que nuestras manos trabajen por la justicia y la dignidad de todos.

En este viaje, que la experiencia de la India nos enseñe a mirar con ternura a quien está afuera, a entender que la fe no se mide por la frecuencia de las ceremonias, sino por la constancia de la acción que transforma el mundo para mejor. Y que la amistad que hemos construido siga siendo un santuario pequeño donde lo divino se reconoce en la fragilidad humana y se celebra en la esperanza que compartimos.

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