Ante todo tenemos que partir del derecho humano fundamental, que es el de la libertad religiosa. Es afirmado, con extrema claridad por el Concilio Vaticano II, con la declaración Dignitatis Humanae” (De la dignidad de la persona humana), diciendo: “la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Ella consiste en que todos los hombres deben estar inmunes (libres) de coacción, tanto de parte de personas particulares, como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y ello de tal manera que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se impida que actúe conforme a ella en privado y en público” (2).
Ahora bien, los padres, esposo y esposa, tienen pues el mismo derecho y, entonces, como consecuencia, cada cual podría “exigir” el poder educar a los hijos en la propia religión… De este hecho se sigue necesariamente que urge que se pongan de acuerdo, acerca de la religión en que irán educando a sus hijos. En la práctica, en este acuerdo, alguien tiene que ceder al otro: no cabe educar a los hijos, al mismo tiempo, en dos religiones…
La experiencia, en los distintos países en que se me ha dado vivir, me ha enseñado que cuando es el esposo quien pertenece a diferente religión, y es consciente que la familia que quieren fundar, va a vivir en un país en que la mayoría se declara de religión católica, fácilmente y, de buena gana, diría, acepta que los hijos sean introducidos y formados en la religión católica de la esposa. El esposo no católico, bien sabe que sus hijos se irán encontrando más “a su gusto” con compañeros cuya mayoría y, a veces, casi la totalidad, es de católicos, y eso, en la escuela, en el deporte, en las distintas manifestaciones sociales, en las celebraciones religiosas… En fin, en todo.
Teniendo en cuenta estas sencillas observaciones, yo animaría a su amiga católica para que, contando con la anuencia de su esposo, eduque a sus futuros hijos en la religión católica, y sin esperar que pase el tiempo. En efecto, no es en absoluto práctico ni, aún menos, educativo, dejar a los propios hijos “sin ninguna religión”, hasta cuando ellos puedan decidir. ¿Cuántos años deberían esperar? Además, ¿cabe educar a los niños en todos los campos de la vida humana, sin hablarles de Dios y sin introducirlos a las prácticas religiosas, cuando, además, los mismos estudios neurológicos y psicológicos manifiestan que los niños poseen una fuerte orientación religiosa desde la más tierna edad? Eso sería defraudarles en sus normales y profundas expectativas.
Aquí, estimada Catequista, su pregunta se abre a otro tema, el del Bautismo a los niños. El Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, de 1983, (por cierto, elaborado bajo la dirección del entonces Cardenal Joseph Ratzinger, y desde el 2005 Benedicto XVI), nos enseña: “puesto que todos nacemos con una naturaleza humana caída y manchada por el pecado original, los niños también, necesitan el nuevo nacimiento con el Bautismo” (1250). Ellos también necesitan “renacer” para ser así templos del Espíritu Santo e invocar a Dios como padre suyo, y ser educados en su conocimiento y en su amor. El Nuevo Catecismo continúa afirmando: “Los padres cristianos deben reconocer que la práctica del Bautismo a sus niños corresponde también a su misión de alimentar la vida que Dios les ha confiado” (1251).
Además, hay que recordar que el Bautismo de los niños es una tradición inmemorial de la Iglesia. Está atestiguada explícitamente desde finales del primer siglo del cristianismo y está descrita desde el comienzo de la predicación apostólica cuando “casas” (familias enteras) recibían el Bautismo. Lo leemos, por ejemplo, en los Hechos de los Apóstoles, cuando su autor, San Lucas, nos informa que el carcelero de la prisión en Filipos, una vez aceptada la predicación del prisionero Pablo, “recibió el Bautismo él y todos los suyos” (15, 33).
Por lo demás, sabemos que el Bautismo, como todos los demás sacramentos, es sacramento de la fe: la expresa y la confirma. Ya que los niños aún no pueden expresarla, les corresponde a los padre y padrinos hacerlo en nombre de sus hijos y ahijados, comprometiéndose así en ayudarles para que, en el momento oportuno, sean los niños ya crecidos quienes la expresen y la confirmen con una adecuada vida cristiana.