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Tus dudas: ¿Qué es la verdadera felicidad?

By Mons. Vittorino Girardi S. Febrero 17, 2023

“Monseñor, yo no leo el Eco, pero me he servido de él para encontrar la dirección de su correo, y así le puedo escribir. Soy un joven (aunque no tanto), que se considera “cansado”. ¿Y cansado de qué?, me preguntará usted. Yo le diría, de casi todo, pero especialmente de que se me invite insistentemente y de muchas maneras, de parte de muchos y en medios de comunicación, a que yo sea feliz; cansado de que se me repita que cada cual tiene derecho a ser feliz. Pasa el tiempo, y en mi no nace la felicidad, más bien se van abriendo heridas, que se añaden a las que ya traía… Me pregunto: ¿Soy acaso un pobre pesimista, necesitado de ayuda profesional (para evitar hablar de psiquiatría)? ¿Es depresión la mía? Vea si vale la pena decirme algo que me pueda ser de alguna utilidad, y en cualquier caso, se lo agradezco”.

Luis D. González - Cartago

 

Estimado Luis, sus comentarios y preguntas no me han hecho pensar ni en que usted sufre depresión, ni en que necesite ayuda profesional. Sólo he pensado que Luis es un joven que se “toma en serio” y que ha descubierto la vaciedad y el engaño de las muchas propuestas de felicidad que, con demasiada superficialidad, se nos dirigen.

Lo que cabe comentarle, estimado Luis, puede ser poco y esencial, pero también se pueden ofrecer amplias reflexiones. Esto se debe a que sus preguntas y sus inquietudes tocan el conjunto de los problemas y de los interrogantes que cada uno de nosotros lleva dentro. Lo ha expresado el famoso filósofo E. Kant, con aquellas conocidas cuatro preguntas suyas: ¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar? ¿Qué es el ser humano? Es fácil ver que las tres primeras preguntas confluyen en la última: ¿qué es el hombre?

Una primera constatación: el hombre es el ser viviente que más sufre sobre el planeta tierra; ningún otro ser sufre como nosotros, ni hace sufrir a los seres (animales) de su especie, como nosotros hacemos sufrir a los de la nuestra. Sólo el hombre posee y sigue construyendo armas de destrucción masiva, sólo el hombre construye abortorios en que se eliminan a los más débiles e indefensos (¡horrible delito!); sólo el ser humano aplica la llamada eutanasia que es un flagrante homicidio, etc., etc. Las causas de tanto sufrimiento, son fundamentalmente dos.

Por una parte, el deseo que caracteriza y, más aún, define al ser humano, es un deseo abierto al infinito. Los animales tienen instinto, pero no deseos. Y que nuestro deseo esté abierto sin ningún límite, es un hecho del todo constatable. En efecto, cuanto más tenemos y hemos logrado, más quisiéramos y más “soñamos”.

Como cristianos, sabemos que hemos sido creados “a imagen y semejanza de Dios” (Gen 1, 26) y Dios es infinito, este maravilloso hecho, hace que llevemos, todos, el sello de lo infinito.

Y es aquí que constatamos la paradoja del ser humano: de una parte el deseo nos abre al infinito, pero todo lo que se nos ofrece en este mundo, es finito, limitado, caduco, vano… Y así surge el desfase entre la apertura a lo infinito y lo finito que cabe alcanzar. Y de ahí, brota esa constante sensación de insatisfacción, de descontento que, inevitablemente, nos acompaña a todos… Es verdad, podemos escuchar que alguien se declare feliz, y, sin embargo, a una simples preguntas acerca de que si está plenamente satisfecho, descubrimos que en él, como en todos, domina la insatisfacción sobre la satisfacción.

Se trata de una insatisfacción que, con coherencia y humildad debemos asumir, sin por eso renunciar a la pregunta: ¿y no se puede entonces, alcanzar la felicidad? Para lo que se refiere a la vida en este mundo, hay que admitir que el horizonte de la felicidad está más allá de lo que cabe alcanzar.

La segunda causa fundamental de sufrimiento es mucho más dañina que la primera. Nos referimos a los abusos de la libertad, que como cristianos llamamos pecados. Pues bien, el pecado, una marea venenosa que pareciera seguir creciendo, causa en nuestras sociedades modernas, al menos el 80 por ciento del sufrimiento humano… Pensemos, por ejemplo, en las guerras, en los asesinatos, en la trata de personas, en la droga, corrupción, robos, en los vicios de toda especie…

Nos surge la pregunta: ¿Podemos escaparnos de esta nuestra situación de desear la felicidad y constatar que en este mundo no cabe alcanzarla? Si afirmamos que el único término del horizonte nuestro es la muerte, la respuesta es: ¡No cabe!, más bien, hay que admitir que de este mundo no surge esperanza alguna: todo acá termina en su contrario, es decir, la belleza en fealdad (las flores se marchitan y se pudren); la salud en enfermedad, la inteligencia en demencia… la juventud en la vejez y la vida en la muerte.

Nadie se escapa de este sucederse de deterioros y, sin embargo, sobre la derrota que constatamos en este mundo, surge la “esperanza” que nos viene de “afuera”; es decir, de la Alto… Jesús nos sale al encuentro y nos comunica repetidamente la razón de nuestra esperanza: “Yo soy la Luz del mundo; Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida; quien cree en mí, aunque muera, vivirá… vengan a mí cuantos estén agobiados y cansados, que yo los aliviaré” (Mt 11, 28).

No cabe ninguna duda: ser cristiano, es un canto a la esperanza y a la vida. Por Cristo y su mensaje, sabemos que no estamos hechos para este mundo en que domina la muerte… Lo supo expresar con suma claridad y desde su personal experiencia, San Agustín, escribiendo: “¡Señor, nos hiciste para ti e inquieto, insatisfecho, está nuestro corazón, hasta que no descanse en ti”.

Como lo afirmaba a lo largo de toda su vida José Ratzinger -Benedicto XVI-  si vaciamos de Dios a este mundo, todo se vuelve confuso, sin luz y toda la vida humana pierde su sentido y el ser humano se vuelve un pobre ciego que ha perdido el camino, y que sabe que… nadie le espera, sólo el hundirse en la nada de la muerte.

Estimado Luis, ya no hay espacio para más en nuestra página del Eco… supliquémosle, pues a Jesús: ¡Señor, aumenta nuestra fe y nuestra esperanza y sana nuestras heridas, todas, especialmente las que han sido causadas por nuestros pecados.

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