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¿Qué harías con tu Cristo roto?

By P. Charbel El Alam / Orden libanesa maronita Septiembre 10, 2023

La tarde se desvanecía apaciblemente mientras el sol, con parsimonia, se inclinaba hacia el horizonte. Con el corazón rebosante de emoción, me dirigí hacia el Seminario Mayor, un majestuoso edificio de arquitectura gótica que se erigía altivo en medio de un exuberante jardín.

Allí, aguardaba una interesante reunión, en la cual tendría el honor de encontrarme con un hombre de virtud inquebrantable y sabiduría insondable. Al llegar, divisé al reverendo sacerdote, aguardándome junto a la imponente puerta de madera añeja, y entre fraternales saludos, nos encaminamos hacia una acogedora oficina impregnada del fragante aroma a incienso que dimanaba la capilla.

El ambiente estaba rodeado de serenidad y paz, y la conversación fluía con naturalidad acerca de temas espirituales de alta relevancia.

Previo a marcharme,  el sacerdote me condujo hacia una mesa ubicada en un rincón especial de la sala. Sobre ella reposaba una antigua escultura de madera: “un Cristo Roto”. La visión de aquel Cristo Roto me impactó de manera inmediata, provocando una profunda y conmovedora impresión en mí. Mis ojos se quedaron fijos en él, como si algo inexplicable estuviera ocurriendo en mi interior. En ese momento, mi mente resonó con las palabras del libro “Mi Cristo Roto”, escrito por el padre Ramón Cué, sacerdote jesuita, recordándome la historia de un hombre que adquirió aquella sublimidad en una tienda de antigüedades de Sevilla.

La escultura emanaba una profunda expresión de dolor y sufrimiento. Su brazo izquierdo colgaba melancólicamente, mientras que el brazo derecho así como ambas piernas, habían desaparecido por completo. El cuerpo, marcado por heridas, mostraba manchas de sangre y llagas profundas. Sin embargo, a pesar de su aparente estado devastador, era una obra magistralmente tallada que irradiaba una “fuerza” que me hizo recordar la icónica escena del encuentro de la hemorroísa con el Mesías.

El Rostro de Jesús: El doloroso Rostro de Cristo y su mirada penetrante, transparentaban una nobleza superior, encarnando de manera efectiva la urgente necesidad que impulsa al hombre a buscar el rostro divino en aquellos que sufren en las sombras de sus casas, en los solitarios senderos de las calles, en las lúgubres mazmorras de la prisión e incluso en cualquier rincón oculto del vasto mundo. Quizás, incluso, en uno cercano, en un recoveco que se oculta en tu propio hogar.

El brazo izquierdo: Manifiesta el abrazo acogedor de Dios, las obras de misericordia expresadas en el evangelio de San Mateo, con prioritaria relevancia en estos tiempos de crisis migratoria. El forastero y, en general, aquel que carece de un hogar donde refugiarse, al estar expuesto a todo tipo de peligros, merece una atención especial por parte del creyente. Además, Dios insiste en recomendar la hospitalidad y la generosidad hacia el extranjero, recordando la precariedad que sufrió Israel en el pasado. Jesús mismo se identifica con aquellos que no tienen un hogar: "era forastero, y me recibiste" (Mt 25, 35), enseñando que la caridad hacia aquellos que se encuentran en esta necesidad será recompensada en el cielo. Los Apóstoles del Señor también recomiendan la solidaridad mutua a las diversas comunidades que ellos fundaron, como un signo de comunión y de la novedad de la vida en Cristo.

El brazo derecho: “Porque tuve hambre, y me disteis de comer, tuve sed, y me disteis de beber”. La vivencia del hambre es una experiencia profundamente dolorosa, y nadie comprende esta situación mejor que aquel que ha atravesado por ella. Por consiguiente, proveer alimento a quien lo solicita es un acto que responde a una verdadera necesidad. Nadie golpearía a tu puerta para solicitar comida, si no experimentara una verdadera sensación de hambre; condición humillante que exige recurrir a la solicitud de alimento para mantenerse en pie. Jesús experimentó la sed en toda su plenitud en la Cruz, y refrescar el ser de alguien sediento, provoca una melodía celestial. Él tiene el poder de extraer agua de las rocas y dar de beber a sus hijos, pero, en su divina voluntad, desea que seas tú quien acuda al llamado del hermano sediento. Por ende, aspira a convertirte en la mano derecha fracturada del Señor, consciente de que estas siendo de utilidad a Jesús mismo, en el sencillo y humilde servicio de todos los días. Y, a su vez, Dios mismo te recompensará generosamente por ello.

Las dos piernas: “enfermo y me visitasteis, en la cárcel, y vinisteis a verme”. Realizar visitas a los enfermos y prisioneros resulta verdaderamente extraordinario, pues constituye una manifestación palpable del espíritu de Cristo, quien camina incansablemente en busca de aquellos para brindarles un abrazo y consolar sus corazones. En este acto, se encuentra la oportunidad de aliviar tanto la soledad como el sufrimiento: el dolor que aflige a la persona enferma y el que abruma a aquel que se encuentra privado de libertad. Si no es factible llevar a cabo una visita física, es posible encontrar alternativas como enviar una carta, una estampita o un rosario, así como ofrecer oraciones y misas en su nombre.

La vestimenta: “estaba desnudo, y me vestisteis”. Para concluir nuestra reflexión, resta contemplar el acto de proveer vestimenta al desnudo, con el fin de resguardar su cuerpo del frío inclemente o del abrasador calor. Dios acompañaba a su pueblo durante el día con una nube y durante la noche con una columna de fuego, velando y protegiendo a sus hijos. A nosotros se nos convoca a hacer lo propio con aquellos que son la "imagen" y “semejanza” de un Dios Uno y Trino. Si te encuentras con alguien despojado de ropajes en la calle, ofrécele prendas que cubran su cuerpo, de esta manera, vas sanando las heridas que se manifiestan en el Cuerpo de Cristo Herido. Recordemos que somos el Cuerpo místico de Cristo, siendo Él nuestra cabeza y su rostro radiante.

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