Si la comunicación favorece el intercambio de ideas, conocimientos, mensajes e información permanente, la evangelización exige diversas formas de comunicación para poderse realizar su tarea.
A su vez, esa evangelización llega a las culturas para promoverlas, no para anularlas. La Iglesia aprendió a expresar el mensaje cristiano con los conceptos y en la lengua de cada pueblo y procuró ilustrarlo, además, con el saber filosófico: “Procedió así a fin de adaptar el Evangelio a nivel del saber popular y a las exigencias de los sabios en cuanto era posible. Esta adaptación de la predicación de la palabra revelada debe mantenerse como ley de toda la evangelización. Porque así en todos los pueblos se hace posible expresar el mensaje cristiano de modo apropiado a cada uno de ellos y al mismo tiempo se fomenta un vivo intercambio entre la Iglesia y las diversas culturas.”[2]
Mientras la teología incipiente se encaminaba a la precisión y a la sistematización, prontamente el conflicto de las herejías comenzó a extenderse. Emergen figuras como Ireneo de Lyon, en la Galia, cuya obra Adversus haereses o “Contra las herejías” refuta las enseñanzas de los diferentes grupos gnósticos, a la vez que articula los principios fundamentales de la fe.
Los creyentes enfrentan persecuciones tanto de los judíos como de los romanos. De estos hechos, dan fe algunos historiadores extrabíblicos como Suetonio quien destaca que, durante el reinado de Nerón, “fueron perseguidos bajo pena de muerte los cristianos, una secta de hombres de una superstición nueva y maléfica”.[3]
El cristianismo era equivalente a una secta judía y, por consiguiente, ilegal en el Imperio Romano.
De algún modo, los cristianos viven su fe en la clandestinidad, sujetos a una violencia sistemática, a la confiscación de bienes sin ningún marco jurídico, a la descalificación social para general desconfianza, y por supuesto, al martirio.
Aunque algunas fuentes señalan que las reuniones entre cristianos se realizaban en las casas de los fieles, y así lo atestiguan la iconografía que se encuentra en las iglesias domésticas de la vida litúrgica y del modo de comunicar la fe[4], aparecen otros espacios, como las catacumbas en Roma y otras ciudades, como puntos de encuentro e interacción que presenta un rostro elocuente de la vida cristiana de los primeros siglos.
Juan Pablo II detalla algunos elementos comunicacionales de aquellos ambientes: “Los símbolos sobre las losas que cubrían las tumbas son sencillos y, a la vez, llenos de significado. El ancla, la barca y el pez expresan la firmeza de la fe en Cristo.”[5] En esa misma alocución, se destaca una expresión de Lactancio[6]: «Entre nosotros no hay ni siervos ni señores; el único motivo por el que nos llamamos hermanos es que nos consideramos todos iguales» (Divinae Instit. 5, 15).
Las catacumbas hablan de la solidaridad que unía a los hermanos en la fe y esa caridad colectiva representó una de las características fundamentales de las comunidades cristianas de los primeros siglos.
[1] De Lubac, p.86
[2] Gaudium et Spes,n.44
[3] "Vida de los doce césares"
[4] Cf. Fuente On Behalf of All, La iconografía cristiana en las antiguas “iglesias domésticas” – siglos I al IV, publicado en “Primeros cristianos”, 8 de setiembre 2020
[5] L'Osservatore Romano, ed. en lengua española, 6 de febrero de 1998, p. 7)
[6] Lactancio, Lucio Cecilio Firmiano, Filósofo y apologista cristiano, (250-325).