El resultado está a la vista. Nos hemos convertido en una Iglesia de mantenimiento, no de misión. Seguimos predicando como si aún viviéramos en una sociedad homogénea y católica por defecto, mientras la realidad nos grita lo contrario.
Los jóvenes ya no están. ¿Y qué hemos hecho? Nada.
El 35% de los jóvenes entre 18 y 24 años siguen identificándose como católicos. Y aún hay quienes creen que el problema es la gente, que “ha perdido la fe”. No, el problema es la Iglesia, que perdió su capacidad de evangelizar.
Hace poco, un pastor evangélico me decía que ellos procuraban presentar el Evangelio con un sentido de “diversión” para los jóvenes. La palabra me hizo ruido, pero hay que reconocer que encierra una verdad innegable. Mientras nosotros seguimos ofreciendo catequesis rígidas y ritos sin alma, otros han sabido hablar el lenguaje de esta generación.
No se trata de convertir la fe en un espectáculo vacío, sino de entender que el Evangelio debe encender el corazón, no apagarlo. ¿Cómo pretendemos atraer a los jóvenes si seguimos ofreciendo la fe en esquemas envueltos en el polvo de otra época?
Este informe nos da datos, pero la responsabilidad de interpretarlos es nuestra. No podemos seguir culpando a la “modernidad”, a la “pérdida de valores” o a la competencia de otras iglesias. Hay que reconocer que hemos fallado.
Lo más doloroso no es solo la disminución de fieles, sino ver cómo, en medio de esta crisis, hay sacerdotes y laicos que se dejan la piel tratando de revitalizar la esencia de la fe. Son ellos quienes, con entrega, buscan encender luces en una Iglesia que se apaga. Pero, paradójicamente, esos esfuerzos terminan asfixiados en la telaraña de lo administrativo. Porque, al parecer, lo urgente no es evangelizar, sino llenar formularios, poner trabas a todo, asistir a reuniones interminables y garantizar que todo funcione según un manual que nadie recuerda quién escribió. Y así, mientras los papeles se sellan y los informes se acumulan, las bancas siguen vacías y el Evangelio se convierte en un expediente más.
El Evangelio es siempre nuevo, pero nuestra manera de transmitirlo no. O despertamos y cambiamos, o la Iglesia seguirá vaciándose, hasta volverse un cascarón irrelevante. El tiempo de los diagnósticos ya pasó. Es momento de reaccionar.