No se trata de reprimir el habla popular ni de desvalorizar las formas cotidianas de expresión. El lenguaje coloquial es legítimo según su contexto. Lo que debe preocuparnos es cuando la grosería se convierte en norma, cuando la agresión verbal se institucionaliza como recurso válido. Entonces, el lenguaje deja de ser puente y se convierte en arma.
Una estrategia que degrada
En la política contemporánea, la vulgaridad no es un desliz: es una táctica. El insulto rápido y la descalificación ruidosa generan titulares, viralidad y rédito electoral. El argumento cede ante la frase hiriente; el debate es reemplazado por el espectáculo.
¿Estamos asistiendo a la “farandulización” de la política? Todo parece indicar que sí. El espectáculo ha desplazado al debate, y la provocación se ha vuelto estrategia: Letras saturadas de groserías y alusiones explícitas se convierten en fórmulas de éxito. Lo vulgar se vende porque escandaliza, garantiza consumo y anestesia el pensamiento crítico. En ese proceso, la estética se sacrifica en favor del impacto inmediato, y la cultura se reduce a un ruido sin alma, diseñado para entretener, no para elevar.
La palabra pública se ha vaciado de profundidad y se ha llenado de estridencia. Ya no se debate con razones, sino con frases diseñadas para humillar. El adversario deja de ser interlocutor para convertirse en objetivo. Y en ese clima, la vulgaridad se disfraza de franqueza, y la crueldad, de autenticidad.
En redes sociales y espacios de discusión, como resultado, se ha impuesto una lógica de confrontación permanente. Las interacciones ya no buscan comprender, sino vencer. En esa guerra de palabras, lo que hiere más es lo que más circula. Se entrena a la sociedad no para dialogar, sino para ridiculizar. No para argumentar, sino para aniquilar simbólicamente al otro.
Lo que antes se toleraba a regañadientes, hoy se ostenta con cinismo. La grosería ya no se oculta: se exhibe como si fuera valentía. Se presenta como sinceridad, como si el insulto fuera un acto de coraje y la burla, una muestra de cercanía con la gente. Así, lo que debería avergonzar, se convierte en bandera.
La validación social del insulto
Lo que empodera al vulgar no es su agresividad, sino la aprobación social que recibe. La risa, el aplauso y la atención multiplican su poder. En este contexto, quien habla con respeto es tildado de ingenuo; quien insulta, de valiente.
Esta inversión de valores revela un deterioro profundo: hemos confundido el coraje con la agresión y la autenticidad con la grosería. El insulto se celebra como franqueza, la crueldad como ingenio. Lo vulgar ya no es un desvío, sino una forma de éxito.
Más aun, la vulgaridad no se limita a la grosería verbal. También se expresa en la ridiculización sistemática del otro, el insulto y el meme humillante funcionan como mecanismos de linchamiento. Lo social, que debería ser un espacio de diálogo, se convierte en un campo de batalla simbólica, donde triunfa quien destruye con mayor crueldad.
Este “bullying social” no solo hiere a individuos concretos, sino que corroe la convivencia democrática. Cuando la risa colectiva legitima la descalificación, el respeto deja de ser valor. Lo vulgar no solo es grosero: es violento.
Una de las justificaciones más frecuentes para explicar esta realidad es que “la gente se siente identificada” con lo dicho... Según esta lógica, el discurso político agresivo o el contenido tosco serían válidos porque “así habla la gente”. Pero identificarse con algo no lo hace digno de promoción. Reflejar una carencia sin ofrecer una salida es perpetuarla. La cultura tiene la responsabilidad de ir más allá del espejo: debe proponer horizonte, profundidad y sentido.
La vulgaridad, como fenómeno, no solo evidencia un empobrecimiento lingüístico, sino también una fractura interior. Donde falta interioridad, surge el grito. Donde falta reconocimiento, aparece el insulto. Donde falta horizonte, se celebra el ruido.
La palabra no es neutra. Con ella construimos -o destruimos- realidades. Nombrar con respeto abre caminos; degradar con palabras, los cierra. Una sociedad que trivializa el lenguaje termina perdiendo el sentido de su propia dignidad.
No se trata de imponer censuras ni moralismos. Se trata de recuperar un horizonte ético en la interacción social: exigir altura en el discurso político, creatividad en el arte, respeto en la vida digital.
Las palabras forman. Si sembramos lenguaje que construye, cultivaremos sociedades más justas y habitables. Si celebramos lo vulgar, cosecharemos violencia y desconfianza.
El desafío es devolverle a la palabra su dignidad. Recuperarla como lugar de encuentro, no como arma de destrucción. Apostar por un lenguaje que eleve, no que humille.
La sociedad que heredemos dependerá, en buena medida, de las palabras que elijamos hoy.












